Zéjel es, en primer lugar, un acto de amor. Nace arropado en el cariño de cuatro amigos que han aprendido a amar las mismas cosas y, entendiéndolas como una herramienta imprescindible, se han empeñado en no abandonarlas.

Amor a la letra fecunda y fecundada, a los muertos persistentes en el tiempo, al pensamiento que derrama semillas y germina, al hambre y al pan que no está hecho de harina ni quiere harina pero sacia, a la imagen que inunda, a la música que ciega y al espectáculo que paraliza. Amor a lo bello que produce el hombre, como da el árbol sus frutos.

En el mundo que hoy habitamos donde millares de personas encuentran su nicho salado en el mar o se consumen en un destierro que nunca se recompone entre fronteras, con una Europa cada día más pequeña, la guerra en el cuadrado iluminado de nuestras casas siempre presente, la amenaza constante como sustrato donde plantar cada nuevo día y un infinito de manos que no pueden trabajar una dignidad con la que vestirse. Este mundo que hoy vivimos, nos impone con demasiada rigurosidad ser conscientes de las peores producciones de los hombres y es por eso que se hace aún más pertinente que nunca la creación de una revista como esta.

Zéjel pretende recolectar dentro de su humilde forma parte de las muchas cosas bellas que hacen hombres y mujeres a lo largo del mundo y no encuentran, desgraciadamente, todos los canales y afluentes que se le deben para que pueblen nuestra vida y la compongan con la misma presencia con que lo hace lo atroz.

Grano o montoncito de arena, Zéjel nace con este propósito y cada ejemplar no será más que un menudo acto de amor y de generosidad. Convencidos de que Borges no se equivocaba cuando en su última aparición en público, como cuenta el mismo Fernando Arrabal e incluye en su película dedicada al escritor, concluyó diciendo “conviene vivir generosamente, generosamente, generosamente…”.

Es con esa sana generosidad con la que los creadores nos ceden sus obras y se prestan a la composición de un número como el que hoy se presenta en las páginas sucesivas. Manos y huesos y tendones de muy distintos lugares y tiempos han compuesto estos frutos que hoy aquí recogemos y os presentamos como un plato necesario convencido de su valor.

«Zéjel es, en primer lugar, un acto de amor» Juan Carlos Polo Zambruno.

He de merecer esta tierra que engullo cada día.
Esta nostalgia cruel en que llevo
sumergido treinta años sin que los frutos de mi casa nazcan
gloriosamente por el globo,
y se expandan dóciles en cada puerta cerrada
y en los lodos estériles
y en las almas hechas añicos
y en los cementerios umbríos en noviembre.

En cada lugar que piso y pisas
-tú lo haces siempre mejor que yo: pisar y pasar-
no es que florezca nada, sino que hacemos el amor
con los ojos,
por el camino virgen del espacio que separa nuestras miradas.

En cada lugar que piso y pisas
deja de morir una especie que no conocemos
y somos mesías inconscientes,
no fundadores de dogmas.
Somos tan sencillos al final que tiemblo con la palabra Amor.

Yo merezco esta tierra y este aire regalado
de cada día,
aunque sea brevemente por una vida;
debe valer, servirme, tan sólo una vida
para comprender que la misión a cumplir
no es otra que sostener el mundo
de otro.

«He de merecer esta tierra que engullo cada día» Israel Álvarez.

Te llaman luz, amor. Hoy te llamo derrota.
JAVIER EGEA

Inevitablemente tuvimos que ser jóvenes,
mostrar una sonrisa honesta –a veces-,
desconocer aquello
que no correspondía a nuestra edad.

-La vida entonces era el juego.

Pero nos sorprendió el amanecer
tumbados a este lado de la mar
como los que reciben al verano
en los umbrales de las casas viejas.
Heredamos la luz a punto de estallar
en este marzo incansable
de madrugadas ebrias
y balcones floridos.
En cada imagen nueva
hay una voz antigua
que susurra los nombres
velados de las cosas.

Presiento
que la vida es el rojo carmesí
de la tarde, esta primavera intensa
que se rinde y perece
cuando tú miras hacia la otra orilla.

«Esta primavera que perece» M. Carmen Márquez.

Puedes amar
pero no expongas a la luz
lo que has de hacer de noche,

pero no rompas tus grilletes
-la cadena es de oro:
da las gracias,
corresponde la voz con tu silencio-.

Guárdate de los ojos,
eres una extranjera:
no reclames,
no tomes de la mano a nuestras hijas.

Toleramos que existas:
es bastante.

«No tomes de la mano a nuestras hijas» Rocío Acebal.

Que el rubio de los cuerpos me ilumine
en las oscuridades de la noche,
bien entrada la noche, o por el día
oscuro de suburbios
en un abandonado callejón
o también por el centro, en callejones
abandonados al deseo.

Y no sólo son rubios, son morenos
los cuerpos, como el pan
que amaso y parto y como
con ansia y hasta deshacerse al fin
en mí, en otro, en la sombra,
la sombra última pasados años
de placentero amor, de los placeres
sin amor, sin cuidados, sin el tiempo.

Que el tiempo guarde el alma,
que el cuerpo goce al cuerpo,
que afrodita me coja confesado.

«El deseo» Mario Vega.

 

La luna llena, el frío y una sombra
que se desliza entre la luz naranja
de las farolas—la ciudad y un hombre—
El golpeteo rítmico del bolso
en su costado. Avanza hacia el lugar
en que había quedado. No esperaba
una Resolución tan diferente.

—Eres más guapo que en la foto—dijo.
—Tú tampoco estás mal—primer error—,
tus ojos son más verdes, en directo
se ven mucho mejor—
un buen arreglo.

—Tienes prisa? Nos vamos?
—La verdad es que no, me gustaría
tomar algo contigo antes que nada.

Y entonces discutieron
durante un par de horas sobre el mundo,
la Vida y sus misterios—medianoche
llegó—antes de tiempo—y la conversación
continuó camino hacia su casa
y en su portal, el beso y en su cama,
los sucesivos roces de la piel.

Pero la realidad
es cruel y al despertarse
todo lo que quedaba eran recuerdos—
El sol del mediodía, el frío y unas
manchas sobre el colchón—
la soledad: un hombre y su silencio.

«Encuentros de la tercera fase» Lorenzo Roal.

Por dentro de la noche la gata es el caballo árabe de un ratón insomne, un tranvía de sombra para dos cucarachas hacia lo séptico.

Por dentro de la noche oscila el chirimbolo de la luna inventando otra vez el ruido:
estalla el vidrio de la cerveza y la juventud regresa 35 veces.
Un coche rojo me recuerda a mi primer coche
rojo.

Sissel canta la canción de Solveig en los Campos de Marte por dentro de este túnel que desemboca en las naranjas tristes del día.

No hay mucho más.

Los hijos rezan desde su limbo de semen a la vida arrebatada en un pañuelo.
La mujer es un infinitivo que sueña detrás de la pared cosas normales y ciertas.
Yo, aquí, estoy sucediendo.

Después el silencio y un poco más allá el silencio
con sus ojos grandes de cierva si pronuncias el menaje.

Escribir era esto.
Observar la peonza en su traslación doméstica,
el hombro moreno de la muchacha girando desde verano del 96
y tener que decirlos para no morir de asfixia.

Escribirse, mirarse escribirse.
(Me escribo, me miro escribirme)
así,
así.
Soy tantísimo el poema y adelgazo tanto estas noches que cualquier día desapareceré.
Ni cuerpo ni ceniza, sólo archivo y metáfora.
La historia del hombre que para deslumbrar tuvo que convertirse en el árbol que escribía.

Preparad,
pues,
la voz alta, el hilo de la memoria, el cariño que me tuvisteis mientras fui.
Para encontrarme ese día tendréis que leer en la corteza
vuestros antiguos nombres.

«Nocturno de E. Grieg» Iván Onia.

 

Otro sueño ha venido a cabalgarme
vestido de azul
esta noche.
De ese azul eléctrico
que difícilmente podría lamerse
ni gozarse.
En ese sueño,
nuestras caderas se hundían
en un océano
galáctico,
llenas de escamas prendidas
de llamas verdes,
y tú me mirabas
a los ojos y te preguntabas asustada
adónde había ido el color de sus iris.
En ese sueño,
por nuestros pechos rodaban
cerezas negras
del mar a nuestras bocas,
y su sabor ingrávido era el de la sangre
marchita y oxidada.
Pero, poco a poco, consigo deleitarme con algo…
aquí, ribeteada nuestra luz por el vaivén
del aguamarina,
multiplicados nuestros perfiles en sus espumas,
¡calladas nuestras voces por su silencio!
Tu cintura y la mía, mientras los cantos rodados
blancos y grises suben por entre las escamas
y las cerezas,
se tiñen de una fragilidad inquebrantable,
de una belleza odiosa,
y empiezan a llenárseme los iris vacíos
de ese disfrute policromático que no comprendo.
Será este océano estrellado que nos baña:
vientre que nos gesta como a dioses.

«Bajo el cielo negro» Ángela Franco.

Ahora que ya no mezclo
la tierra con la yerba,
me como la cuerda
del esquife
me trago
el mar con flores
en el espacio vacío
del aire con sal.

Núbil,
ondeo en este islote
sin árbol ni raíces,
contengo la carne,
también hago fuego
escucho a mi madre
y rompo a la mar.

«Comer» Amalia López.

Una observadora cósmica
arde posada en unos ojos lánguidos,
ojos que alumbran cuerpos en el exilio,
ojos que son efigies talladas.

Observa lo que subyace detrás
de esta prisión ilusoria
donde el tiempo es de hojalata
y la patria permanece en reposo.

Ahonda en el silencio de los transeúntes,
sé cómplice de su rigidez estable,
la metamorfosis suave
de aquellos que viven al alba.

Hay una estatua que finge amar
con sus labios de cera candente,
fantasma autómata
en este hostil deseo.

Onírica maga,
dama de blanco lácteo,
atraviesa el límite de las horas
y llega jadeante al reencuentro.

La lejanía camina con pies de ceniza
hacia la simetría insoluble,
respuesta extraviada
el mar abierto.

«Observadora cósmica» Andrea Villalba.