Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que me senté a escribir. Muchos escritores, escribientes y poetas calificarían este estado de inactividad como un fracaso. Es cierto: la vida se escribe rápido. Y nosotros, humildes perseguidores de su sombra, no hacemos más que acompañar sus movimientos.

En consecuencia, pensamos: la producción literaria también ha de ser vasta. Los medios de difusión cultural y las redes sociales no hacen sino acrecentar este malestar. “Si no escribo, no estoy en el mundo”. Por contra, cuando escribimos, cada palabra parece decir: ¡Yo soy el poeta!; y cada publicación parece ser un golpe sobre la mesa. ¿Pero de quién?

Yo he vivido como vosotros ese miedo que poco a poco se convirtió en una cuestión casi identitaria: ¿qué hace al poeta?, ¿he dejado de serlo estos dos años? ¿Acaso lo soy solo cuando escribo, o cuando un amigo o un lector me recuerda alguno de mis versos?

Mucho se ha escrito sobre la poesía pero poco sobre el poeta. ¿Por qué le debemos tanto al objeto? He buscado posibles respuestas en la propia literatura. Como sabemos, para Pessoa el poeta es un fingidor; para Huidobro, más bien una especie de demiurgo, “un pequeño dios”. Entre todas las que he logrado recordar, hay una que me parece especialmente certera, por la naturalidad y poca pretensión con la que aparece. Versos de un Poeta en Nueva York que no han dejado de corretear por mi cabeza desde la primera vez que los leí:

«porque yo no soy un hombre, ni un poeta, ni una hoja,
pero sí un pulso herido que sonda las cosas del otro lado»

Sondar las cosas del otro lado como epíteto más fino de la condición de poeta, negación de la propia condición de poeta frente a esta mirada, como un estado más antiguo y primitivo; negación incluso del hombre, realidad de otros (mirada de otros) construida e impuesta sobre nosotros. El poeta es quien mira y decide. Sondar las cosas del otro lado para descubrir posibles trampas, como un acto de rebelión o un simple juego, pero también para asombrar(nos) desde otro prisma; como una forma novedosa y siempre fresca de amar.

El tiempo que no he escrito no he dejado de mirar. Tampoco he dejado ser hijo, amigo; no he dejado de leer, de amar; desde que soy niño no he dejado de “sondar las cosas del otro lado”.

Al cabo me consuela seguir siendo aquel que desea, quien estrecha lazos y aprende. Quien mira y quien oye. En estos momentos de sequía productiva, me consuela saber que también he ido cosechando y macerando la palabra, escuchando la voz de quienes me hablan. La literatura empieza ahí, no lo olvidemos. Nos exige vivir para llegar a ella.

«¡Yo soy el poeta!» Narciso Raffo.

Zéjel cada vez nos es más ajeno. Lo que empezó como un proyecto casi íntimo, ahora amenaza con caminar sin nosotros, ya sabe hablar y quiere tener voz propia. Como un niño que se pierde por diversión en el centro comercial, se nos escapa entre la gente.

Ante esto, solo queda una opción, dejarlo ir. Y para que crezca, compartirlo.

Seis años y siete números de esfuerzos y satisfacciones han constituido lo que hoy tenemos frente a nosotros. Nos ha acompañado la suerte tanto como el trabajo y el celo. Tras el telón recordamos todos los traspiés. Y frente al escenario parece que queda un generoso recuerdo.

A veces, estamos tentados de comentar todos los accidentes que se han dado en esta casa. Para mostrar nuestra humanidad, huir de ideas equivocadas de perfección y permitirnos a nosotros mismos nuestra propia naturaleza imperfecta.

Y aunque en esta plaza vengan otros colegas a dar de sí lo mejor, quiero pensar que seguirá manteniendo el mismo rostro este niño como para reconocerlo en un futuro. Y habrá en él la genética de sus padres, aunque ya haya cambiando mucho por el tiempo.

Yo me rebelo ante los que han intentado desde fuera contaminarnos con la semilla del resentimiento. Porque Zéjel es y debe ser un juego, una amorosa fiesta, pese al inherente esfuerzo.

Si hay algo que valoro de Zéjel es su inutilidad. Y es que lo superfluo, en contra de lo que pueda parecer, es lo más importante. Ahí es donde reside la verdadera humanidad.

Hoy más que nunca debemos reivindicar la labor de lo innecesario, hoy que el mundo se hace gris y tristemente serio por tantas cosas y fuerzas que quieren reprimir lo plural y aplastan la belleza. Lo superfluo, en términos orteguianos, ha de reivindicarse. Lo inútil, lo innecesario es la clave y la gran diferencia.

¿Cómo sería el mundo si hace miles de años nadie hubiera rasgado con conchas la superficie de unas vasijas sin más objeto que la belleza? ¿Si no se hubiera esforzado nadie en hacer del ruido música, del refugio hogar, de la ropa moda? Este esfuerzo en lo incensario, por sí mismo, es lo más particularmente humano de nuestra existencia. Y crea esta segunda naturaleza que habitamos afortunadamente, un mundo rodeado de necesidades inventadas. Inventadas, secundarias, pero a la vez tan imprescindibles para nuestra vida tal y como la comprendemos.

Porque vivir no es únicamente estar en el mundo, sobrevivir, sino bien-estar, estar bien. Y por ello una industria antiquísima se levanta invisiblemente al rededor de nosotros. Donde Zéjel ha de contribuir, siendo un canal para todo lo extraordinariamente innecesario. Sin lo cual, el mundo sería completamente diferente.

«Lo superfluo, en contra de lo que pueda parecer, es lo más importante» Juan Carlos Polo Zambruno.

Cuando una vez dije que para mí la poesía debía aludir a algún tipo de universalidad[1], remover el no-sé-qué que todos llevamos en el cuerpo, quien me escuchaba se llevó las manos a la cabeza. Recuerdo que contestó “eso ya no se lleva”, “eso está superado”, “¿quién esperaría algo así de una expresión humana tan maleable?”. Desde entonces persiste en mí la obsesión por identificar (con una mala actitud casi de manual) aquello que suscita el asombro en el poema, lo que lleva a nuestra boca a moverse así: “oh (suspiro) qué bello, qué verdadero”. Al ver los huesos de Zéjel crecer, he luchado contra la injusta y hermosa afirmación de Fernando Pessoa “escribir es fingir”. Hace solo unos días, escuchaba otra inocente y contundente declaración: “escribimos sobre lo que pensamos que es bonito”[2]. Aunque esta revista nació para conservar la unión y amor de tres amigos, hace tiempo que Zéjel trascendió esta anécdota personal para iniciar una etapa mucho más consciente de las diversas realidades poéticas actuales. Ahora y más que nunca, hemos querido recolectar las moras más selectas[3], observar y exprimir el cesto para conocer mejor el zumo del que formamos parte.

La realidad histórica que vive nuestra generación ha reforzado nuestra avidez por recopilar, reunir carne y palabras nuevas. El primer amago se produce con la organización del recital poético La palabra que contamina durante el verano de 2020. Quisimos presentar un escaparate de joyas poéticas raras (más, menos, o incluso nada conocidas, pero todas ellas brillantes). En este número, continuamos esta tendencia siguiendo los pasos de otras hermosísimas antologías de poesía joven nacidas este año, como Cuando dejó de llover. 50 poéticas recién cortadas (Sloper, 2021), editada por Jorge Arroita y Alejandro Fernández Bruña, o Árboles frutales (Editorial Dieciséis, 2021), editada por Adrián Viéitez. Y es que, aun sin haber compartido esta impresión con el resto de los editores, reconozco que yo veo en este número un regusto a antología más que a revista. Diría que Zéjel es una antología anual, viva, en continua reinvención, en permanente vuelta al vestidor. El carácter antológico de este número radica en la construcción de un autorretrato generacional contundente. Nuestro elenco se sienta a almorzar en la misma mesa, construye una escalera con su abrazo: dialogan, gritan, lloran, preguntan sobre la planicie de la familia, la infancia, los extraños huecos del mundo y del amor. Presentan un poema colectivo hilando una narrativa casi meditada, como habiendo previamente acordado tejer todos juntos el mismo mar de verano[4].

La vida y el formato de Zéjel son extraños: somos una revista sin prisas, de una pasmosa lentitud y que irrumpe sosegadamente. La mala digestión de Zéjel es ya casi una mala costumbre: solo una vez al año madura en su estómago lo más nutritivo de la poesía joven actual. Nos atormenta reconocer que toda recopilación de voces está naturalmente sesgada, que hay algo de injusticia en cada número. Por primera vez en la corta vida de Zéjel, hemos contado con más de trescientas cincuenta propuestas, todas ellas sabiendo acariciar la belleza en el desgarro, como lo hace el golpe de un martillo sobre una flor. Este es nuestro extraño oficio: acompañar desde el agradecimiento a quien se admira y seguir extendiendo los brazos hacia los que toman asiento desde fuera y deshilachan esas flores desperdiciadas.

Con este ejercicio antológico (la selección cuidada, meditada y ampliada) siento que la poesía no es más que un rastro pactado. Es un acto a medias: insinuar, suscitar, inspirar, iluminar. El poema es una montaña

es subir para buscar el lenguaje

ponerse en peligro          jugar a ser padres

sembrar verdes sobre los mayores desastres

habitar el verano siempre

ofrecer el pan          sugerir la familia

Es dormirse azulado despertarse como recién salido del mar y preguntar son estas mis manos voy a enterrarlas qué crecerá si las sumerjo tanto tiempo. La poesía es eso, una siembra constante del propio cuerpo y crecer árbol salado. Lo dice nuestro elenco: fermentan en sus bocas otros mundos. Escribir es persistir en la juventud.

«Poética» David Roldán

[1] ¿Existirá una correlación entre “universal” e “inmortal”?

[2] Este Editorial ha sido reescrito en cuatro ocasiones. Su versión final brota de una conversación íntima que no pretendía ser documentada. Me hace pensar que todo ensayo deriva del amor y de lo cotidiano.

[3] La mejor temporada de recogida de estos frutos rojos comprende los meses de agosto y septiembre, al ocaso del verano, justo cuando acontece y se cosecha todo.

[4] ¿Y qué ocurrirá este verano que se nos echa encima? ¿Cuántos nuevos poemarios vendrán tras el zumbido de la abeja, con el accidente de la primera ola?

 

Logo Zéjel

Robando algunos conceptos de la filosofía de Heidegger, si se me permite, podría decir que Zéjel. Revista de arte, literatura y pensamiento nace como un proyecto abierto en su clausura. Cerrado, hermético, porque nace de la voluntad más o menos egoísta de tres conciudadanos y amigos, Juan Carlos Polo, David Roldán y quien ahora os escribe. Nuestro objetivo primordial era buscar una excusa para estar en contacto a través de la distancia, un trabajo en común que nos acercara de una manera honesta más allá de las experiencias tecnológicas cotidianas. Y es que Juan Carlos se marchó a los campos de Castilla, por un deseo nada romántico; David Roldán sigue sus estudios de doctorado en la Universidad de Rutgers, en New Jersey; mientras que yo, por mi parte, anduve experimentando por tierras germanas. Ahora bien, digo proyecto abierto en tanto que nos dimos cuenta de que esta iniciativa nos ponía de forma directa ante un escenario de creación poética joven hasta entonces desconocido y, por lo que parece, bastante rico, heterogéneo y en continuo auge.
También se nos antojó abierto el hecho de que Zéjel fuera un espacio democrático, participativo y receptivo a cualquier tipo de propuesta poética y artística con independencia de los nombres, siempre que guardasen como denominador común la calidad, la originalidad y la actualidad literaria. Si se me permite, jamás pensé que llegaríamos a publicar un quinto número y, más aún: jamás pensé que contaríamos con tanta participación, aceptación por parte del público, ni con un elenco de autores que siguen poniendo el listón alto a los precedentes, pero que sin duda compiten dignamente con los anteriores.
En cuanto al libro físico, era para nosotros obligado. La belleza, incluso a bajas temperaturas, sigue siendo belleza, como se cita en la afamada serie de Paolo Sorrentino Young Pope. No obstante, nuestra intención sigue siendo amoldar el texto, la experiencia poética, a un espacio sobrio pero digno, minimalista pero cálido, simple pero trabajado. Con la presentación de este nuevo formato no queremos sino superar o igualar la calidad de los formatos anteriores.
Por último, no podría concluir sin dar las gracias a toda la comunidad de personas que, “desde atrás” han estado empujando continuamente este proyecto cuando, por contingencias que la vida nos impone, parecía casi yermo. Por ello doy las gracias, como siempre, a colaboradorxs y editorxs, y aprovecho para hacer una mención especial para Laura Ruiz, cuya fuerza, trabajo y consejo sirvió de mucho para la elaboración de este número, y ojalá sirva para los números sucesivos.

«Robando algunos conceptos» Narciso Raffo

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Nadie me dijo que huir de Ítaca fuera un viaje posible. Habían dejado las llaves puestas en el magnífico portón de la isla, la ciudad, la casa. Todo aparecía descuidado. Había ocurrido un saqueo. Recordé la tarde en la que nos asomamos al ojo del campanario y vimos lo que habíamos construido: una tierra embrionaria, sí, aunque un atrevimiento sobre el mar. Ahora nuestra ciudad era una orilla circular que ni se parecía a Dublín ni a la patria de Ulises. Pienso que Molly y Stephen han sido los que lo han dejado todo así, que el desastre no es cosa de Joyce, que me piensa, ni del temporal o los socialistas. Todos se han ido y ya no me quieren. Pensé en lo mal que me había sentado la comida, y así, el descubrimiento del desamor vino solo. ¿Soy Leopold Bloom sin ellos? ¿Fui, acaso, Leopold Bloom algún día? Se han ido a otras islas, lo sé, a otras ciudades, si existen. O se han ido, sencillamente, se han esfumado. Han desaparecido delante de mis ojos con la lentitud hermosa de una flor que se abre. Esto último me parecería más lícito, menos premeditado. Uno abandona para crecer. Abandona el hogar y la tierra familiar sin anunciar que lo hace porque es un ejercicio involuntario y sorprendente incluso para el traidor que se marcha. Entonces supe que eran y estaban. Sin saber bien dónde, entendí que aquello no importaba y que la isla ahora era mía. Así os cuento que me marché a casa tranquilo, a mi casa -que eran todas, aunque concretamente a la que estaba al final de la única calle en larga pendiente-.  Allí escribí sobre ellos, como hago ahora mismo.

«Un monólogo de Leopold Bloom» David Roldán

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Al llegar a la ciudad no encontró nada. No había calles ni brazos de luz. Sólo el océano se escuchaba como un descanso extraordinario en la mente de los hombres. La familiaridad del agua traía la tierra mezclada y perdida de los viejos romanos y la América diamantina. De la cornisa del mar pendía un puerto distraído por el grito único de los marineros y mercaderes. Los últimos, decían, comerciaban con la palabra lenta. Discutían su origen, si provenía de la cárcel cervantina o de la soledad de Tucumán, si antes había sido grabada en las joyas de los banqueros toledanos o traída por los los tartésides, visigodos, los gauchos o Cortázar. Ni las perspectivas mágicas de Torres-García ni el orden de los siglos adivinaban el extraño origen. Había nacido, ella misma, en dos ocasiones, en dos lugares distintos. Su patria era el viaje eterno hacia la otra casa caliente que la recordaba.

«Al llegar a la ciudad…» David Roldán.

En el último límite del invierno las flores del almendro cantan la canción del artista joven: sube, savia nuestra, más aprisa: ábrenos ahora que todavía es invierno. Así, cuando sea primavera por fin para todos parecerá que las demás han imitado el arte de nuestros pétalos.
RAFAEL CANSINOS-ASSÉNS

Sólo cabe la justicia poética ante los crímenes estéticos. Si bien es cierto que no existen veredictos o, si se prefiere, que el veredicto es el proceso en sí por el cual tratamos de emular el mundo hasta llegar a aquél. En cualquier caso la conclusión no habrá de ser jamás definitiva. Aquí, la tarea del poeta consistirá, como mínimo, en procurar que los «parches» que constituyen su obra no sean  igual de patéticos y fallidos que aquello que sentencia. Aclaración: que suceda lo peor no es síntoma de fracaso. Éste vino mucho antes, y ya estaba de alguna forma implícito en el recorrido.

«Sólo cabe la justicia poética…» Narciso Raffo Navarro.

Zéjel es, en primer lugar, un acto de amor. Nace arropado en el cariño de cuatro amigos que han aprendido a amar las mismas cosas y, entendiéndolas como una herramienta imprescindible, se han empeñado en no abandonarlas.

Amor a la letra fecunda y fecundada, a los muertos persistentes en el tiempo, al pensamiento que derrama semillas y germina, al hambre y al pan que no está hecho de harina ni quiere harina pero sacia, a la imagen que inunda, a la música que ciega y al espectáculo que paraliza. Amor a lo bello que produce el hombre, como da el árbol sus frutos.

En el mundo que hoy habitamos donde millares de personas encuentran su nicho salado en el mar o se consumen en un destierro que nunca se recompone entre fronteras, con una Europa cada día más pequeña, la guerra en el cuadrado iluminado de nuestras casas siempre presente, la amenaza constante como sustrato donde plantar cada nuevo día y un infinito de manos que no pueden trabajar una dignidad con la que vestirse. Este mundo que hoy vivimos, nos impone con demasiada rigurosidad ser conscientes de las peores producciones de los hombres y es por eso que se hace aún más pertinente que nunca la creación de una revista como esta.

Zéjel pretende recolectar dentro de su humilde forma parte de las muchas cosas bellas que hacen hombres y mujeres a lo largo del mundo y no encuentran, desgraciadamente, todos los canales y afluentes que se le deben para que pueblen nuestra vida y la compongan con la misma presencia con que lo hace lo atroz.

Grano o montoncito de arena, Zéjel nace con este propósito y cada ejemplar no será más que un menudo acto de amor y de generosidad. Convencidos de que Borges no se equivocaba cuando en su última aparición en público, como cuenta el mismo Fernando Arrabal e incluye en su película dedicada al escritor, concluyó diciendo “conviene vivir generosamente, generosamente, generosamente…”.

Es con esa sana generosidad con la que los creadores nos ceden sus obras y se prestan a la composición de un número como el que hoy se presenta en las páginas sucesivas. Manos y huesos y tendones de muy distintos lugares y tiempos han compuesto estos frutos que hoy aquí recogemos y os presentamos como un plato necesario convencido de su valor.

«Zéjel es, en primer lugar, un acto de amor» Juan Carlos Polo Zambruno.