El pueblo
impone la boda
de mi madre.
Trenzan flores
en su pelo,
malva y llantén,
la visten de tul
y de encaje.

Ella mira
por la ventana, inmóvil,
como si posara para alguien.
Ajustan las cintas,
aprietan el corsé,
la llevan descalza
al campo llovido
para que su vestido
se impregne de agua.

Los pétalos caen
de su corona,
barro y pasto
entre los dedos de los pies.

Caminamos
barriendo el suelo
con ramos de lavanda
para que ningún animal
siga sus huella
y el novio
no la pueda
encontrar.

Natalia Litvinova.

Poema perteneciente a su poemario Cesto de trenzas (La Bella Varsovia, 2018).

Las aguas perturbadas de la memoria
no se alisarán.
Todos los días me iré de mi niñez.
Regresaré sucia antes de que anochezca
y me sentaré a la mesa.
¿Viste si floreció el lino? preguntará mi padre.
Mi madre le ofrecerá té con descuido,
molesta por algo que desconoce
o desatenta con lo humano, como si se imaginara
danzando entre las hermanas flores.
El tiempo se mueve en ríos subterráneos
y las aguas turbulentas del recuerdo no descansan.
Esa madre servirá té para siempre,
ese padre se irá una y otra vez.
No levantaré la mirada para verlo,
lo reconstuiré como una ciega,
como las imágenes salpicadas
en los lienzos de Pollock.

«Lienzo de la memoria» Natalia Litvinova.

Poema perteneciente a su poemario Siguiente vitalidad (La Bella Varsovia, 2016).

una escolar rimó
que düenos amó
mas más que los düenos
los secretos
piaras de flores
la persiguen
festino les obsequia
cicloramas
yo no sé
dime tú
yo no sé qué rima la mi entraña
yo no sé
dime tú
si aquesta, leonada, es mi entraña
que yo soy
dime tú
la alborozada
que yo soy la escolar que aconsonanta
las monedillas con las abras
monedillas alegres
y la cosa del broche
monedas bravas
yo no sé
dime tú
yo no sé qué rima el rosetón
de la mi entraña
ni mi labio ni el labio
de la ensenada
la ensenada deleitosa
tintiniante
y barajada
que soy yo la escolar que aconsonanta
lo confuso del cielo
lo confuso del cuerpo
lo revuelto del cielo del cuerpo la voirada
los labios sensüales
y la punzada

«una escolar rimó» Berta García Faet.

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I.
recorrer un desierto. marruecos en taxi y. tus labios. el mal du pays, la sed de. espaldas de. males de. países.
dentaduras exhaustivas entre essaouira y fez. ochocientos kilómetros ochocientos prodigios: ipsissima verba (las confesiones nocturnas), ipsissima gesta (el sexo, el desmayo): las tripas del pescado, la pasión de. agosto, la menta, la. gaviota, la escarcha del. sudor.
guiños exhaustivos entre essaouira y fez. palmípedas palmeras que susurran sherezade, eterno amor prosódico que no puedo traducir. ¿cómo decir arena, siempre, asfixia cruda? ¿el piar de las nubes, maraña, densidad?

II.
silencio exhaustivo entre essaouira y fez: camellos inclemencia mar (desgañitado); laberinto, aire-flor y. panorama de arcilla. montículos de moscas enjoyadas: melaza. cordilleras de mujeres drapeadas: escondidas. ficciones etnocéntricas tiznan mi fascinación. pero el resto no es exótico, ni oriental, ni el resto: el cielo desconchado (equus africanus asinus), motocicletas escuálidas (rezos, pan, sordomudos), y el recuerdo (fresco-amargo) del río Oued-Ouzoud.

III.
tus palabras y tus actos: la promesa (eucaristía), la delicia (chapuzón), los horizontes. y delante, el conductor se auto-inflige la cuaresma (el ramadán); tú, de copiloto, duermes, duermes, duermes; detrás, yo sufro, hi. po, escru. to la belleza del. paisaje. ocho horas de fiebre, felicidad, baklavas.
esos dos niños abrazados, espalda con espalda, en el. desierto. la sed. de espaldas. de bienes. de países.
dentro del taxi, esos dos niños.

(2013)

«Postal escrita por las dos caras» Berta García Faet.

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Hay que empezar
la década otra vez,
la línea va torcida.

«Década» Luis Chaves.

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La paradoja de los
años que pasan volando
aunque cada día dura una eternidad.


Noviembre se apaga y
se incendian los árboles
en el fuego verde del verano.

Como en la hora difícil para
los del pabellón de detox,
cada propósito del Año Nuevo
depende del azar.

La ansiedad y los líquidos:
imposibles de comprimir.
Aunque la bolsa inflada por el viento
aquella tarde colegial,
el trayecto del último bus a Barva
cada noche de los 15 a los 22,
y la foto donde se confunde
el antes y el después.

Hoy, damas y caballeros,
trasplanté geranios.
Los dedos entraron y
salieron de la tierra suelta
y no pensé en la progresión
geométrica de los años
ni en la rehabilitación
ni en ninguna otra cosa.
El ruido de la provincia
llegaba en delay,
debajo del agua,
y si algo se fermentaba
en la mente en blanco
es muy temprano para saberlo.

«Mecánica de fluidos o la edad metabólica» Luis Chaves.

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También en una misma temporada
conviven las semanas medidas
por las cajitas del pastillero
o, en una calle de barrio,
el hueco tapado con un coche de bebé.


O el sabor a trébol de tardes enteras
y, en el antebrazo,
las marcas a presión de chapitas
de gaseosa.

Es una misma sustancia:
la de los fuegos artificiales
y la de lo que se petrifica
al fondo del congelador.

«Los años» Luis Chaves.

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Ya casi sonaba la campana
del colegio al que todavía no
asistíamos, faltaban los divorcios,
la crisis del petróleo
y King Kong en la marquesina
del cine Caribe.
Algo sin nombre, algo que no
pronunciábamos ni adquiría forma
alguna en la mente o pensamiento
pero estaba ahí,
y tirados al lado del tronco del cas
era como si la escritura de la fila
de hormigas cambiara de dirección
o llegara de pronto un banderazo
de romero o ruda
o desenterráramos por azar un
soldado o pieza de Lego
que creíamos perdida.
Así sucedía, ya casi se activaba el campanazo
ajeno que para nosotros marcaba
una clausura o desenlace o tal vez un relevo
al que miraríamos alejarse
hacia donde no nos correspondía llegar.
Eso sentíamos apenas
antes de la campana inminente
y algo entendían los animales
porque salían de la casa y entraban
al patio, con el hocico bajo el perro
y un rodeo milenario la gata,
para acompañarnos, para estar cerca
de aquello sin nombre ni entonces
ni ahora, aquello que nos envolvía justo
antes del timbre del colegio vecino,
eso que nos cubría y/o nos atravesaba
cuando estaba por sobrevenir.
Todo esto sucedía cada tarde
más o menos de los
cinco a los siete años.
La abuela, adentro, doblada sobre
el mueble de la máquina de coser como
una bióloga sobre el microscopio,
los ciempiés y otros bichos en la humedad
oscura debajo de las macetas
y los colegiales que apuraban
mentalmente la cuenta regresiva.
Todo esto pasaba cada tarde
exactamente así pero en primera
persona del singular.

«Mientras tanto, prácticamente olvidade en el fondo del patio, crecía el romeo sembrado en una lata grande de avena quaker» Luis Chaves.

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Yo era una niña el día que desembarcaron
los kiwis en España. Yo era una niña española y ellos en cambio
eran calvos y verdes, cansados por el viaje desde Nueva Zelanda.
¡Qué emoción recordar ese día! ¡Qué emoción su textura peluda!

Probablemente llegaron en un contenedor
de ocho pies por cuarenta al puerto de Algeciras,
Barcelona o Bilbao
(tenemos tantos puertos en los que recibir
especies de otros mundos)
¿Cómo hicieron para evitar los golpes
durante el largo viaje?
Los primeros, recuerdo, estaban siempre duros, y por lo tanto
ácidos. Eran inmadurables, eran como yo ahora.
Para anunciarlos, ampliaban la foto de uno de ellos
partido a la mitad. De un verde extraordinario
y con esas semillas color negro: comérselo requería valor.
(Dicen que hay una foto de Nikita Krushev comiendo un
kiwi en una recepción en los años cincuenta. No he podido encontrarla)

No olvidemos que el kiwi, además de una fruta
es el nombre de un pájaro. Recordemos también que ningún animal
sonríe a los humanos con ganas de intimar.
A ver si sois capaces de leer bien sus gestos: la mueca
de ese chimpancé al descubrir la encía
es su preparación para el ataque.

Mientras tanto, los inmigrantes
que llegaron a España desde Pakistán el mismo día que el kiwi
acordaron bajarle el picante a todas sus recetas
y lograr que pasasen por platos de la India.

Tres décadas después, el curry nos parece
un plato regional y hay kiwis españoles
que nacen aquí mismo, bajo plásticos sucios
quemados por el célebre sol de Andalucía.
El kiwi ahora nos da igual, el kiwi
está devaluado. Tuvieron que inventar uno más dulce
llamado kiwi Gold y asi reconducir nuestro deseo
de nuevo hacia su pulpa.

«Ayer y hoy del kiwi» Mercedes Cebrián.

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En virtud del artículo 20 de la Constitución del 78
no han de ocultarnos lo que sucede
a nuestro alrededor y sin embargo yo sólo puedo
intuir, mirar por la mirilla desde fuera,
pensar que quizá sí o quizá no,
sumar las pistas, honrarlas como añicos
de una vasija griega, exhumar
los rasgos de esa cara con la que me topé
en plena excavación.
El testimonio oral me ayudaría tanto
a la reconstrucción, porque no creo en los cuerpos
sino en su parloteo, en el dispositivo que produce la charla.
Alguien me dijo un día: “no te vuelvo a contar nada
porque después te acuerdas
de lo que te conté”.
Pensé que eso era bueno y resultó
que no. “Es como si un análisis de sangre,
de tan exagerado, se hubiese convertido
en transfusión”. Esa fue su respuesta.
La explicación no se parece en nada al tenedor
que pedimos al ver unos palillos en la mesa.
Si finalmente llega, el asunto es más bien
qué hacer con todo eso. La información la imagino
caliente y en la mano, como esos polluelos
que se caen por error del nido tras nacer. Si son
puro temblor, si son muy feos. Me recuerdan a mí,
con el pico muy abierto
en busca de algo más.

«Derecho a la información» Mercedes Cebrián.

* Malgastar, La Bella Varsovia, Granada, 2016.

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