Henry David Thoreau decía que en la naturaleza “hay un fuego subterráneo y somnoliento que nunca se extingue, y que ningún frío puede helar”. La naturaleza es sabia y la prueba la tenemos en los pocos periódicos que necesita leer para hacerse la tonta.
Marina Rosado Andrades (Algeciras, 1989) ha carnalizado el fuego y la sabiduría en un viaje hacia la muerte entendida como génesis, como estadio natural correlativo a la vida. Un libro escrito a raíz –nunca mejor dicho– de la muerte. Con una introducción explícita que suena a choque de baquetas, nos adentramos en la brevísima canción que encontraremos a través de los veinticuatro poemas de Las flores homicidas (Ediciones En Huida, 2017): “Esta es la historia de un descenso hacia la raíz”.
Dice Stewart Mundini en el prólogo que este poemario va, en definitiva, sobre tocar el fondo, a través de los contrastes, el duelo, las imágenes y los olores. A ese brillante comentario debemos añadir la naturaleza. Porque Las flores homicidas es una invasión de lo natural. En último grado, este poemario es el acontecimiento imposible de medir, “así es como se estiran las raíces por toda la tierra”. Tulipanes para llenar las cuencas de los ojos, labios regados de adelfas, un árbol pando encerrado.
En los silencios in promptu del suicidio, los versos de Rosado Andrades no solo entallecen hacia abajo, también lo hacen hacia lo profundo. Y no sabemos con seguridad qué sentido otorgarle; deidad o defunción, savia o hendidura, porque “en ocasiones el animal vuela hacia el cielo/y en otras anida, como indigesto”. Todo el poemario parece haberse construido sobre un ecosistema que palpita belleza, vida y muerte. Nítido, aunque contaminado por una atmósfera enlutada. Que avanza con una oscura fluidez y nos descubre la verdad impostergable: A mí, como a cualquier ser dotado de fecha de caducidad, “me gusta amar las cosas muertas”. Porque es ahí, justo en lo efímero, donde solo podemos conseguir lo que permanece. Y no conformándose con darnos un atisbo teórico, la poeta gaditana nos revela el principio del sumarísimo ritual que exige la eternidad, como si de una receta culinaria se tratase: “el primer paso para crear una flor inmortal/es arrancar violentamente su vida”.
Pero quizás el elemento más violento de la naturaleza sea el mar, vasto e inconmensurable animal contemplativo. Entre las flores, no es extraño que aquí aparezca el mar, que ama todos sus abismos por igual, que mata “(ojalá me estrangules)”. Porque el mar es así, un monólogo interior “en la crueldad de tu silencio”, necesario para poner toda la vida en equilibrio horizontal.
Marina Rosada Andrades parece finalizar esa búsqueda de la raíz (quizás sea el equilibrio, cada cual que hable con las flores) con una disculpa y una advertencia, un aviso a navegantes de alguien que no sabe predecir el futuro, pero lo conoce. Un frenazo a la sistematización de la vida. No puede existir dolor tan visceral como para enmudecer a quien vive en mitad de la naturaleza y aún conserva sus sentidos para fascinarse con ella:

“Crees que has arrancado todas las flores,
atado todos los ramos

y un día, de repente,
vuelve ser primavera”.

Antonio M. Vileya Pérez.

Palabras de perdiz, Editorial Comba, 2018. Miki Naranja.

Miguel Herranz (Valladolid, 1978), funcionario público y, por eso estamos aquí, poeta. Este que tratamos es su primer poemario, aunque no su primer contacto con las ediciones en papel: ya fue incluido en la antología #RelatosEnredados de la editorial Huancánamo el año pasado, que recoge relatos de humor en las redes sociales.
Es en ellas, precisamente, donde bajo el pseudónimo con el que firma Palabras de perdiz, comparte casi a diario con sus casi treinta mil seguidores sus versos. Escribir es, como leer, como beber dos litros de agua, un deber de todos los días. Pero, ¿lo es también compartir lo que se escribe? Parece que en estos días inflamables, vertiginosos y apresurados, puede resultar que los que ejercen este oficio así lo sientan. Publica al menos una obra al año o serás olvidado —la gran masa dixit. Claro que la prisa es mala consejera y el hecho de mostrar continuamente lo que hacemos supone un riesgo, y quizá compromete la calidad de lo que creamos. Con esto llego a lo que fueron mis originarias impresiones en un primer contacto con lo que leí de él: notaba ruido en sus versos. Aquí y allá, desperdigados, encontré composiciones que me recordaban más a juegos de ingenio fácil que poemas como tal. Sin embargo, aquello que me chirriaba era brutalmente devorado por la fuerza que desbordaba la inmensa mayoría de sus palabras.
Este poemario es una selección de todo ello y, como en lo que normalmente sale de sus manos, los no tan buenos son los menos.
Me vais a perdonar haber querido comenzar por lo disonante, pero os aseguro que es tan insignificante, que me parecía necesario (pues negarlo u omitirlo me parecía deshonesto) acabar con ello cuanto antes.
Así pues, ¿sobre qué escribe Miki Naranja? Lo hace, como deberíamos todos los que tenemos algún interés en esto, sobre lo que conoce: sus versos como él vienen del campo y los poemas están atravesados por ramas de árboles que sus manos han trabajado tanto como las mismas palabras; de una estrofa a otra surcan pájaros, crecen flores silvestres y todo está manchado de tierra fértil. Con una sencillez y una cercanía en la línea de los poetas de la nueva sentimentalidad, nos acerca a su familia, a su casa, a su entorno y, por supuesto, a sí mismo. Versos dedicados a sus hijos o a sus abuelos, a su madre o a un perro que ni siquiera es suyo, se nos vienen entrelazados con otros de índole más íntima, donde lo mismo nos ofrece “apuntes” sobre botánica o política, que nos habla de amores pasados, que nos lee el periódico o nos esboza la figura del poeta comprometido con la causa (siendo esta la propia literatura).
El escritor, el oficio de las letras, la poética, son constantes que desde el inicio del poemario, donde asistimos al propio ejercicio creador, hasta casi los últimos versos, donde de nuevo toma asiento y se dedica a ello, cruzan de principio a fin estas Palabras de perdiz. Nos muestran que, como solo los mejores, Miguel trabaja los poemas como los antiguos artesanos sus productos: con respeto y perseverancia. Manchándose en el proceso; uno no escribe para no decir nada y esto lo sabe el poeta, que se pronuncia aquí y allá con finura y humor sobre los asuntos que nos traemos entre manos hoy en día.
¿Y por qué no? Si en esta cotidianeidad que Miki levanta del suelo y de lo mundano, aún encuentra un refugio:

Una nube blanca, solitaria,
Atraviesa el inmenso azul.
He ahí el poema.
Fuera apenas
Corre viento. Dentro,
La vida está en su sitio.
Escribo para tener, siempre,
Un lugar al que volver.

Permítenos, Miguel, al resto de nosotros, volver siempre a tus versos.
De antemano, perdón y gracias.

María Murube Ponce.

Martin Eden, Penguin Classics, United States, 1994. Jack London.

¿Acaso es que la sabiduría aparece en la tierra como un cuervo, al que un tenue olor a carroña lo entusiasma?…
-El problema de Sócrates-. El crepúsculo de los ídolos.
FRIEDRICH NIETZSCHE.

Martin Eden (1909) es la mejor advertencia que el joven del siglo XXI puede recibir de aquellos que vivieron en el XIX. Es la confesión más íntima y honesta que Jack London (1876-1916), podía dejar a la posteridad; y Martin, su personaje más complejo, acabado, autobiográfico, universal, eterno, atemporal y necesario de ser nombrado a los oídos de los jóvenes de todas las épocas.
Martin Eden es un marinero del San Francisco finisecular que, tras enamorarse de Ruth, una joven burguesa intelectual y estudiante de literatura en la Universidad de California – Berkeley, alimenta con una punzante obsesión el deseo de alcanzar una buena educación y cultura. Entonces Martin abandona el mar, corrige su manera de hablar, perfecciona su escritura y se inicia en la ardua y valiente tarea de ser escritor. Aunque incentivado por el mundo al que Ruth pertenece y su necesidad de sorprenderla, termina descubriendo el placer de la belleza por la belleza. Ignorante y feliz en su inocencia inicial, el conocimiento lo conduce a un estado de incómoda conciencia, de intenso dolor ante el peso del mundo, a una situación de derrota, melancolía y absoluta oscuridad. Martin es, en palabras de Andrew Sinclair, un auténtico Bildungsroman, un individuo que en su evolución de hombre primitivo a hombre sabio descubre la más profunda tristeza.
Al igual que los jóvenes poetas actuales, estaba hambriento de cultura, lectura, escritura, manuscritos en mano y fama, sin tener apenas tiempo para degustar con las manos y ojos los libros e ideas que el mundo le ofrecía. Había que trabajar. Había que volver al mar. Los periódicos no publicaban las que consideraba sus mejores obras. Pero el mar quedaba demasiado lejos. Había que trabajar, sí, trabajar en cualquier otra cosa, ¡en una lavandería!, y leer, leer de madrugada y luego levantar de la dura tabla que era la cama para planchar la blancura del traje del prójimo. Había que comer. Había hambre.
Narra London también el quehacer, destino y lastre de muchos escritores actuales: ante la necesidad de obtener dinero y de ser ligeramente conocido, Martin optará por escribir bromas sencillas y vacías para los suplementos de los periódicos: it’s not art, but it’s a dollar, diría Martin; It may be a dollar […] but it is a jester’s dollar, the fee of a clown, diría Ruth con la tristeza propia del que observa al que se deja llevar por aquella marea inevitable.
Martin Eden demuestra la más bella intimidad del ser humano que ama la cultura y belleza universal: el fetichismo de verse rodeado de libros, tocarlos, hojearlos y quitarles el polvo, verse con la boca llena de ideas en una charla en público… Uno queda absorbido por el cultivo y culto a uno mismo. Y es que el aquí bien retratado sentido individualista del capitalismo estadounidense floreciente a inicios del XX, sigue perviviendo entre nosotros hoy: seguimos siendo esclavos de la exigencia de tener que elevarnos constantemente. No hay libertad posible.
Pero Martin Eden también trae otra verdad universal: el impulso de cultivarse a uno mismo por amor. Por impresionar, por llenar y llegar al otro. Mientras tanto, Ruth generará el paternalismo propio del que admira a su hijo dar los primeros pasos. Aunque los deseos de ser publicado y conocido lo arrastrarían a una lucha constante con las altas esferas corrompidas y estancadas del mundo editorial, el joven Eden, sobre todo, ansía dejarse caer en los brazos de la belleza y ser mecido ante la atenta mirada de Ruth. Esta intimidad juvenil, este anhelo de un muchacho de veintiún años, trasciende a día de hoy y nos habla de nosotros mismos: sólo una mujer o un hombre al que amar y la poesía en el celaje…
Martin Eden no obtuvo el recibimiento esperado entre sus contemporáneos, y es que la había escrito para las generaciones venideras, no para la suya propia. Resulta extraño, incluso, que no esté completamente olvidado en la actualidad: London ridiculiza el esfuerzo y trabajo diario, que no llevan más que a la derrota de uno mismo. Y sin embargo, ahora que el capitalismo y el individualismo más perfecto triunfan, Martin sigue alzándose para muchos entusiastas: en él encuentran cobijo a su soledad. Pocos perciben la verdadera intención de London: ¡Martin fue una víctima del mundo que se aproximaba, de los aires de grandeza, de la belleza por la belleza, que hoy no alimenta ni llenará nuestros estómagos!
London construye así el perfecto retrato del individuo contemporáneo del siglo XX: el futuro héroe nietzscheano. Por eso, aunque normalmente cercano a los valores progresistas de la época, el escritor californiano recibiría duras críticas de los sectores de izquierdas. Pero, en realidad, no construye un nuevo ídolo, sino que en Martin se percibe una caricatura de la ambición humana. Somos lo que nos han dicho que debemos ser.
Que no debemos seguir este camino, dice. Pero aun acabando la última página de la novela, uno siente las fuertes ansias de escribir y dominar el mundo. Martin contagia y atrapa pese a que London advierta y diga “cuidaos y que el amor por la belleza no os lleve”. Lo que London nunca dijo fue que Martin era él mismo, y que nunca pudo escapar de la inevitable hambre que también nos llevará a nosotros.

David Roldán Eugenio.

La misma luz. Padilla Libros, 1996. José María Delgado.

Tuve la suerte de conocer a José Mª Delgado -él no se acordará de mí- hace alrededor de 9 años, cuando en el aula nos transmitía su amor por las lenguas romances -en concreto el castellano y el italiano-, así como lo sublime de los cabellos dorados de una Venus de Botticelli. Aunque en aquellos tiempos yo ya amaba el placer de la lectura, me llevó un poco más acercarme a la poesía, en definitiva: elaborar una visión del mundo que me llevase más allá de lo evidente. Más o menos desafortunado, finalmente ese hecho terminó por acontecer y cumplidos los dieciocho, por azares que no me atrevo a mencionar, encontré unos versos suyos que yo tomé con celebrada satisfacción. Éstos, concretamente, formaban parte de un ejemplar del cuaderno de poesía POEMAR nº5 del año 1987. Su lectura minuciosa me llevó a indagar la existencia de algún poemario que fuese de su absoluta autoría. Cuatro años más tarde me encontraba en la librería Padilla. El título del susodicho encabeza portada: La misma luz. Título sencillo y contundente, que en algún momento mereció escribirse, tenía algo de mundano y misterioso que incitaba a su apertura. Los textos que en él se encuentran no llevan título: están precedidos por su correspondiente número romano. Esto no tiene importancia alguna, pues el poemario guarda una consonancia y coherencia asombrosas: un recorrido vital por la experiencia del poeta, que enseguida nos seduce y nos atrapa en una tímida red de sincera musicalidad y espléndidas metáforas. Metáforas y símiles de terrenal trascendencia, consigue hacer de lo elemental y cotidiano lo más insólito y veraz, con un fuerte sabor a sur, claramente apreciable a lo largo de la obra.

Parece que otra vez comienza el revuelo.
Los días alargados como fuentes, los jóvenes
más jóvenes –aún más- al descubierto.
Como una palmera, cuanto miro es exacto y ajeno,
está escrito con la feliz caligrafía del presente.
Mientras, pienso en la muerte: la comprendo.

Este sabor sureño no resulta, sin embargo, en ningún momento excesivamente romántico o arquetípico, sino que por el contrario lleva una intensa firma personal, esto es, una redefinición de los elementos que consideramos propios del sur bajo una óptica más “pura” e intimista. Efectivamente, a medida que vamos avanzando en la lectura del poemario comenzamos a entrever a qué hace referencia el título del mismo. José Mª Delgado logra cautivarnos y atraparnos en “un tiempo circular” a la vez que va hilvanando con “su luz” las diversas experiencias que componen su obra, que si bien son diferentes en el tiempo, en realidad guardan entre sí una misma esencia, como si todo lo sucedido a partir de cierto momento no fuese más que una variación de una misma felicidad o tristeza: de un momento de luz. Esa luz habitual en su amada Sevilla, que lo mismo alumbra lo muerto que lo vivo; la certeza que la duda; la alegría que la pena. De este modo puede apreciarse un hermoso contraste en cada uno de sus poemas. La fragilidad del ser, la juventud, el paso del tiempo, la finitud, la soledad: cosas grandes y misteriosas, ligadas inexorablemente a la condición humana, que producen ansiedad y desconcierto, son aplacadas por la generosidad de un pueblo; por la frescura de un jardín en el verano; un pájaro; una voz.

Un arco de metal y transparencia
me atraviesa –fiel alma del sur-
y sabe al don más alto de la vida:
el favor de habitar entre nosotros.

Pura nostalgia del presente, como diría Jorge Luis Borges: la luz, siempre inmensa y constante, siempre presente -pues se sabe que todo presente comienza a ser pasado en el instante en que se piensa-, hacedora de la historia y de sus símbolos, insondable, atemporal.

Qué bello es entender un poema, pero cuánto más sentirlo y lograr “entenderse” en uno de ellos. Esto es lo que sucedió desde que abrí la primera página de La misma luz. Quizás porque hicimos el trayecto juntos, y yo llevaba ya algún tiempo viajando y jugando con los hilos de la tarde, pero ahora consigo verme en sus textos más nítidamente que nunca, como “exigiendo de ellos algún consuelo”. La crudeza de estar vivo tiñe cada uno de sus versos, pero también la fuerza y la valentía de asumir el mundo. Por eso escribo esto con tantísimo amor, porque a José Mª Delgado le debo tanto descubrimiento, tanta paz y tanta agonía. Sus versos son una prueba fehaciente de que un poema puede disfrutarse y sentirse sin por ello tener que renunciar a un análisis profundo de la realidad. En un mundo en que todo parece devenir cada vez más simple y superficial, yo hago un alegato a favor de la sencillez y la madurez poética. Una misma luz baña también hoy estas líneas que escribo, y nos recuerda que aquí en el sur herida y cura van en un mismo apuñalamiento. Por todo ello le debía yo esta reseña, que jamás estará a la altura de mi agradecimiento y de su poesía. Invito pues, al lector de turno, a recuperar esas pequeñas joyas que inmerecidamente van perdiéndose en la memoria, mientras que ahí afuera ganan la escritura fácil sin crítica ni consistencia. Pero no es necesario que dramaticemos. Por el contrario, baste añadir algo de esperanza a nuestra suerte, como escribe nuestro autor:

La misma luz implacable que fue decolorando
uno a uno los nombres con gris lluvia ceniza
revela hoy -clara tarde de pájaros-
lentamente otro nombre: sílaba a sílaba.

Narciso Raffo Navarro.

Quizá el fervor. Ediciones la Isla de Sistolá, 2015. Miguel Floriano.

Miguel Floriano (Oviedo, 1992) es poeta, de los que parecen marcados simétricamente por el signo de las vivencias y el peso de la impedimenta lectora. A veces, lo sensorial y la experiencia conjugan de forma maravillosa creando artistas de vocación viciosa, “y que jamás sería tan dulce de otro modo”, donde todo se mezcla. El principio y el sonido. El verso y la música. La destreza y la transformación. Su poemario, Quizá el fervor, perteneciente a la colección de Poesía TIERRA de Ediciones La Isla de Siltolá, en el que aparecen desde los clásicos sonetos hasta haikus de corte existencialista pasando, en su mayoría, por composiciones de forma libre, es prueba inapelable de ello.

“Oscuramente, con exactitud de vislumbre”, el poeta sabe enlazar los ecos de familiares voces hasta erigir poemas desconocidos que suenan, que suenan en el amplio sentido del verbo, porque muchos acaban adquiriendo ritmillo de canción lenta. Poco a poco, “al suave y melancólico compás/de los paisajes sucediéndose”, vamos siendo trasladados al campo de la íntima experiencia, tan íntima que nos acaba asaltando objetiva, porque “en la extraña verdad en que habitamos/ya no sé quién sois vos ni quién soy yo”.

Floriano ha escogido cada palabra de este poemario con actitud de francotirador, y siendo así, no es extraño tener la sensación (porque a eso acaba reduciendo la experiencia el Floriano que escribía este poemario: lo sensible) de asistir a una inmersión ejecutada con mimo y destreza. El ovetense, a pesar de su temprana edad, demuestra ya manejar como pocos las exigencias de la poesía cuando los versos van a rodar sobre el horizonte afectivo y homenajea con orgullo a otros poetas de su ciudad como Julio Rodríguez o Ángel González con el verso o “la mano, en su ofrenda o en su astucia”.
Por instinto y naturaleza, a veces emergen voces entusiastas y llenas de incipiente lírica. No forjadas solo por la intuición y el azar, también moldeadas con el método y la forma.

Qué más podría pedirte, a estas alturas
en que ya las palabras
rehúsan su miseria, en que las manos
se otorgan a la caricia, mansamente,

y después tu sombra en los caminos
de marcha y de regreso.

Qué más podría pedirte, ahora que ya
pasea por tu piel el delicado
fulgor del mediodía, igual que si rogase
cariño, igual que si no fueran
urgentes las promesas.

Qué más podría pedirte. Un misterioso
péndulo de luz ronda
ahora tus mejillas. Acércate,

acércate tan solo, quiebra el aire,
que mis labios descenderán del sol.

No hay duda de que Miguel Floriano, es una de ellas.

Antonio M. Vileya Pérez.