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La misma luz. Padilla Libros, 1996. José María Delgado.

Tuve la suerte de conocer a José Mª Delgado -él no se acordará de mí- hace alrededor de 9 años, cuando en el aula nos transmitía su amor por las lenguas romances -en concreto el castellano y el italiano-, así como lo sublime de los cabellos dorados de una Venus de Botticelli. Aunque en aquellos tiempos yo ya amaba el placer de la lectura, me llevó un poco más acercarme a la poesía, en definitiva: elaborar una visión del mundo que me llevase más allá de lo evidente. Más o menos desafortunado, finalmente ese hecho terminó por acontecer y cumplidos los dieciocho, por azares que no me atrevo a mencionar, encontré unos versos suyos que yo tomé con celebrada satisfacción. Éstos, concretamente, formaban parte de un ejemplar del cuaderno de poesía POEMAR nº5 del año 1987. Su lectura minuciosa me llevó a indagar la existencia de algún poemario que fuese de su absoluta autoría. Cuatro años más tarde me encontraba en la librería Padilla. El título del susodicho encabeza portada: La misma luz. Título sencillo y contundente, que en algún momento mereció escribirse, tenía algo de mundano y misterioso que incitaba a su apertura. Los textos que en él se encuentran no llevan título: están precedidos por su correspondiente número romano. Esto no tiene importancia alguna, pues el poemario guarda una consonancia y coherencia asombrosas: un recorrido vital por la experiencia del poeta, que enseguida nos seduce y nos atrapa en una tímida red de sincera musicalidad y espléndidas metáforas. Metáforas y símiles de terrenal trascendencia, consigue hacer de lo elemental y cotidiano lo más insólito y veraz, con un fuerte sabor a sur, claramente apreciable a lo largo de la obra.

Parece que otra vez comienza el revuelo.
Los días alargados como fuentes, los jóvenes
más jóvenes –aún más- al descubierto.
Como una palmera, cuanto miro es exacto y ajeno,
está escrito con la feliz caligrafía del presente.
Mientras, pienso en la muerte: la comprendo.

Este sabor sureño no resulta, sin embargo, en ningún momento excesivamente romántico o arquetípico, sino que por el contrario lleva una intensa firma personal, esto es, una redefinición de los elementos que consideramos propios del sur bajo una óptica más “pura” e intimista. Efectivamente, a medida que vamos avanzando en la lectura del poemario comenzamos a entrever a qué hace referencia el título del mismo. José Mª Delgado logra cautivarnos y atraparnos en “un tiempo circular” a la vez que va hilvanando con “su luz” las diversas experiencias que componen su obra, que si bien son diferentes en el tiempo, en realidad guardan entre sí una misma esencia, como si todo lo sucedido a partir de cierto momento no fuese más que una variación de una misma felicidad o tristeza: de un momento de luz. Esa luz habitual en su amada Sevilla, que lo mismo alumbra lo muerto que lo vivo; la certeza que la duda; la alegría que la pena. De este modo puede apreciarse un hermoso contraste en cada uno de sus poemas. La fragilidad del ser, la juventud, el paso del tiempo, la finitud, la soledad: cosas grandes y misteriosas, ligadas inexorablemente a la condición humana, que producen ansiedad y desconcierto, son aplacadas por la generosidad de un pueblo; por la frescura de un jardín en el verano; un pájaro; una voz.

Un arco de metal y transparencia
me atraviesa –fiel alma del sur-
y sabe al don más alto de la vida:
el favor de habitar entre nosotros.

Pura nostalgia del presente, como diría Jorge Luis Borges: la luz, siempre inmensa y constante, siempre presente -pues se sabe que todo presente comienza a ser pasado en el instante en que se piensa-, hacedora de la historia y de sus símbolos, insondable, atemporal.

Qué bello es entender un poema, pero cuánto más sentirlo y lograr “entenderse” en uno de ellos. Esto es lo que sucedió desde que abrí la primera página de La misma luz. Quizás porque hicimos el trayecto juntos, y yo llevaba ya algún tiempo viajando y jugando con los hilos de la tarde, pero ahora consigo verme en sus textos más nítidamente que nunca, como “exigiendo de ellos algún consuelo”. La crudeza de estar vivo tiñe cada uno de sus versos, pero también la fuerza y la valentía de asumir el mundo. Por eso escribo esto con tantísimo amor, porque a José Mª Delgado le debo tanto descubrimiento, tanta paz y tanta agonía. Sus versos son una prueba fehaciente de que un poema puede disfrutarse y sentirse sin por ello tener que renunciar a un análisis profundo de la realidad. En un mundo en que todo parece devenir cada vez más simple y superficial, yo hago un alegato a favor de la sencillez y la madurez poética. Una misma luz baña también hoy estas líneas que escribo, y nos recuerda que aquí en el sur herida y cura van en un mismo apuñalamiento. Por todo ello le debía yo esta reseña, que jamás estará a la altura de mi agradecimiento y de su poesía. Invito pues, al lector de turno, a recuperar esas pequeñas joyas que inmerecidamente van perdiéndose en la memoria, mientras que ahí afuera ganan la escritura fácil sin crítica ni consistencia. Pero no es necesario que dramaticemos. Por el contrario, baste añadir algo de esperanza a nuestra suerte, como escribe nuestro autor:

La misma luz implacable que fue decolorando
uno a uno los nombres con gris lluvia ceniza
revela hoy -clara tarde de pájaros-
lentamente otro nombre: sílaba a sílaba.

Narciso Raffo Navarro.

Quizá el fervor. Ediciones la Isla de Sistolá, 2015. Miguel Floriano.

Miguel Floriano (Oviedo, 1992) es poeta, de los que parecen marcados simétricamente por el signo de las vivencias y el peso de la impedimenta lectora. A veces, lo sensorial y la experiencia conjugan de forma maravillosa creando artistas de vocación viciosa, “y que jamás sería tan dulce de otro modo”, donde todo se mezcla. El principio y el sonido. El verso y la música. La destreza y la transformación. Su poemario, Quizá el fervor, perteneciente a la colección de Poesía TIERRA de Ediciones La Isla de Siltolá, en el que aparecen desde los clásicos sonetos hasta haikus de corte existencialista pasando, en su mayoría, por composiciones de forma libre, es prueba inapelable de ello.

“Oscuramente, con exactitud de vislumbre”, el poeta sabe enlazar los ecos de familiares voces hasta erigir poemas desconocidos que suenan, que suenan en el amplio sentido del verbo, porque muchos acaban adquiriendo ritmillo de canción lenta. Poco a poco, “al suave y melancólico compás/de los paisajes sucediéndose”, vamos siendo trasladados al campo de la íntima experiencia, tan íntima que nos acaba asaltando objetiva, porque “en la extraña verdad en que habitamos/ya no sé quién sois vos ni quién soy yo”.

Floriano ha escogido cada palabra de este poemario con actitud de francotirador, y siendo así, no es extraño tener la sensación (porque a eso acaba reduciendo la experiencia el Floriano que escribía este poemario: lo sensible) de asistir a una inmersión ejecutada con mimo y destreza. El ovetense, a pesar de su temprana edad, demuestra ya manejar como pocos las exigencias de la poesía cuando los versos van a rodar sobre el horizonte afectivo y homenajea con orgullo a otros poetas de su ciudad como Julio Rodríguez o Ángel González con el verso o “la mano, en su ofrenda o en su astucia”.
Por instinto y naturaleza, a veces emergen voces entusiastas y llenas de incipiente lírica. No forjadas solo por la intuición y el azar, también moldeadas con el método y la forma.

Qué más podría pedirte, a estas alturas
en que ya las palabras
rehúsan su miseria, en que las manos
se otorgan a la caricia, mansamente,

y después tu sombra en los caminos
de marcha y de regreso.

Qué más podría pedirte, ahora que ya
pasea por tu piel el delicado
fulgor del mediodía, igual que si rogase
cariño, igual que si no fueran
urgentes las promesas.

Qué más podría pedirte. Un misterioso
péndulo de luz ronda
ahora tus mejillas. Acércate,

acércate tan solo, quiebra el aire,
que mis labios descenderán del sol.

No hay duda de que Miguel Floriano, es una de ellas.

Antonio M. Vileya Pérez.