Editorial

Zéjel es, en primer lugar, un acto de amor. Nace arropado en el cariño de cuatro amigos que han aprendido a amar las mismas cosas y, entendiéndolas como una herramienta imprescindible, se han empeñado en no abandonarlas.

Amor a la letra fecunda y fecundada, a los muertos persistentes en el tiempo, al pensamiento que derrama semillas y germina, al hambre y al pan que no está hecho de harina ni quiere harina pero sacia, a la imagen que inunda, a la música que ciega y al espectáculo que paraliza. Amor a lo bello que produce el hombre, como da el árbol sus frutos.

En el mundo que hoy habitamos donde millares de personas encuentran su nicho salado en el mar o se consumen en un destierro que nunca se recompone entre fronteras, con una Europa cada día más pequeña, la guerra en el cuadrado iluminado de nuestras casas siempre presente, la amenaza constante como sustrato donde plantar cada nuevo día y un infinito de manos que no pueden trabajar una dignidad con la que vestirse. Este mundo que hoy vivimos, nos impone con demasiada rigurosidad ser conscientes de las peores producciones de los hombres y es por eso que se hace aún más pertinente que nunca la creación de una revista como esta.

Zéjel pretende recolectar dentro de su humilde forma parte de las muchas cosas bellas que hacen hombres y mujeres a lo largo del mundo y no encuentran, desgraciadamente, todos los canales y afluentes que se le deben para que pueblen nuestra vida y la compongan con la misma presencia con que lo hace lo atroz.

Grano o montoncito de arena, Zéjel nace con este propósito y cada ejemplar no será más que un menudo acto de amor y de generosidad. Convencidos de que Borges no se equivocaba cuando en su última aparición en público, como cuenta el mismo Fernando Arrabal e incluye en su película dedicada al escritor, concluyó diciendo “conviene vivir generosamente, generosamente, generosamente…”.

Es con esa sana generosidad con la que los creadores nos ceden sus obras y se prestan a la composición de un número como el que hoy se presenta en las páginas sucesivas. Manos y huesos y tendones de muy distintos lugares y tiempos han compuesto estos frutos que hoy aquí recogemos y os presentamos como un plato necesario convencido de su valor.

«Zéjel es, en primer lugar, un acto de amor» Juan Carlos Polo Zambruno.

He de merecer esta tierra que engullo cada día.
Esta nostalgia cruel en que llevo
sumergido treinta años sin que los frutos de mi casa nazcan
gloriosamente por el globo,
y se expandan dóciles en cada puerta cerrada
y en los lodos estériles
y en las almas hechas añicos
y en los cementerios umbríos en noviembre.

En cada lugar que piso y pisas
-tú lo haces siempre mejor que yo: pisar y pasar-
no es que florezca nada, sino que hacemos el amor
con los ojos,
por el camino virgen del espacio que separa nuestras miradas.

En cada lugar que piso y pisas
deja de morir una especie que no conocemos
y somos mesías inconscientes,
no fundadores de dogmas.
Somos tan sencillos al final que tiemblo con la palabra Amor.

Yo merezco esta tierra y este aire regalado
de cada día,
aunque sea brevemente por una vida;
debe valer, servirme, tan sólo una vida
para comprender que la misión a cumplir
no es otra que sostener el mundo
de otro.

«He de merecer esta tierra que engullo cada día» Israel Álvarez.

Te llaman luz, amor. Hoy te llamo derrota.
JAVIER EGEA

Inevitablemente tuvimos que ser jóvenes,
mostrar una sonrisa honesta –a veces-,
desconocer aquello
que no correspondía a nuestra edad.

-La vida entonces era el juego.

Pero nos sorprendió el amanecer
tumbados a este lado de la mar
como los que reciben al verano
en los umbrales de las casas viejas.
Heredamos la luz a punto de estallar
en este marzo incansable
de madrugadas ebrias
y balcones floridos.
En cada imagen nueva
hay una voz antigua
que susurra los nombres
velados de las cosas.

Presiento
que la vida es el rojo carmesí
de la tarde, esta primavera intensa
que se rinde y perece
cuando tú miras hacia la otra orilla.

«Esta primavera que perece» M. Carmen Márquez.

Puedes amar
pero no expongas a la luz
lo que has de hacer de noche,

pero no rompas tus grilletes
-la cadena es de oro:
da las gracias,
corresponde la voz con tu silencio-.

Guárdate de los ojos,
eres una extranjera:
no reclames,
no tomes de la mano a nuestras hijas.

Toleramos que existas:
es bastante.

«No tomes de la mano a nuestras hijas» Rocío Acebal.

Que el rubio de los cuerpos me ilumine
en las oscuridades de la noche,
bien entrada la noche, o por el día
oscuro de suburbios
en un abandonado callejón
o también por el centro, en callejones
abandonados al deseo.

Y no sólo son rubios, son morenos
los cuerpos, como el pan
que amaso y parto y como
con ansia y hasta deshacerse al fin
en mí, en otro, en la sombra,
la sombra última pasados años
de placentero amor, de los placeres
sin amor, sin cuidados, sin el tiempo.

Que el tiempo guarde el alma,
que el cuerpo goce al cuerpo,
que afrodita me coja confesado.

«El deseo» Mario Vega.

La luna llena, el frío y una sombra
que se desliza entre la luz naranja
de las farolas—la ciudad y un hombre—
El golpeteo rítmico del bolso
en su costado. Avanza hacia el lugar
en que había quedado. No esperaba
una Resolución tan diferente.

—Eres más guapo que en la foto—dijo.
—Tú tampoco estás mal—primer error—,
tus ojos son más verdes, en directo
se ven mucho mejor—
un buen arreglo.

—Tienes prisa? Nos vamos?
—La verdad es que no, me gustaría
tomar algo contigo antes que nada.

Y entonces discutieron
durante un par de horas sobre el mundo,
la Vida y sus misterios—medianoche
llegó—antes de tiempo—y la conversación
continuó camino hacia su casa
y en su portal, el beso y en su cama,
los sucesivos roces de la piel.

Pero la realidad
es cruel y al despertarse
todo lo que quedaba eran recuerdos—
El sol del mediodía, el frío y unas
manchas sobre el colchón—
la soledad: un hombre y su silencio.

«Encuentros de la tercera fase» Lorenzo Roal.

Por dentro de la noche la gata es el caballo árabe de un ratón insomne, un tranvía de sombra para dos cucarachas hacia lo séptico.

Por dentro de la noche oscila el chirimbolo de la luna inventando otra vez el ruido:
estalla el vidrio de la cerveza y la juventud regresa 35 veces.
Un coche rojo me recuerda a mi primer coche
rojo.

Sissel canta la canción de Solveig en los Campos de Marte por dentro de este túnel que desemboca en las naranjas tristes del día.

No hay mucho más.

Los hijos rezan desde su limbo de semen a la vida arrebatada en un pañuelo.
La mujer es un infinitivo que sueña detrás de la pared cosas normales y ciertas.
Yo, aquí, estoy sucediendo.

Después el silencio y un poco más allá el silencio
con sus ojos grandes de cierva si pronuncias el menaje.

Escribir era esto.
Observar la peonza en su traslación doméstica,
el hombro moreno de la muchacha girando desde verano del 96
y tener que decirlos para no morir de asfixia.

Escribirse, mirarse escribirse.
(Me escribo, me miro escribirme)
así,
así.
Soy tantísimo el poema y adelgazo tanto estas noches que cualquier día desapareceré.
Ni cuerpo ni ceniza, sólo archivo y metáfora.
La historia del hombre que para deslumbrar tuvo que convertirse en el árbol que escribía.

Preparad,
pues,
la voz alta, el hilo de la memoria, el cariño que me tuvisteis mientras fui.
Para encontrarme ese día tendréis que leer en la corteza
vuestros antiguos nombres.

«Nocturno de E. Grieg» Iván Onia.

Otro sueño ha venido a cabalgarme
vestido de azul
esta noche.
De ese azul eléctrico
que difícilmente podría lamerse
ni gozarse.
En ese sueño,
nuestras caderas se hundían
en un océano
galáctico,
llenas de escamas prendidas
de llamas verdes,
y tú me mirabas
a los ojos y te preguntabas asustada
adónde había ido el color de sus iris.
En ese sueño,
por nuestros pechos rodaban
cerezas negras
del mar a nuestras bocas,
y su sabor ingrávido era el de la sangre
marchita y oxidada.
Pero, poco a poco, consigo deleitarme con algo…
aquí, ribeteada nuestra luz por el vaivén
del aguamarina,
multiplicados nuestros perfiles en sus espumas,
¡calladas nuestras voces por su silencio!
Tu cintura y la mía, mientras los cantos rodados
blancos y grises suben por entre las escamas
y las cerezas,
se tiñen de una fragilidad inquebrantable,
de una belleza odiosa,
y empiezan a llenárseme los iris vacíos
de ese disfrute policromático que no comprendo.
Será este océano estrellado que nos baña:
vientre que nos gesta como a dioses.

«Bajo el cielo negro» Ángela Franco.

Ahora que ya no mezclo
la tierra con la yerba,
me como la cuerda
del esquife
me trago
el mar con flores
en el espacio vacío
del aire con sal.

Núbil,
ondeo en este islote
sin árbol ni raíces,
contengo la carne,
también hago fuego
escucho a mi madre
y rompo a la mar.

«Comer» Amalia López.

Una observadora cósmica
arde posada en unos ojos lánguidos,
ojos que alumbran cuerpos en el exilio,
ojos que son efigies talladas.

Observa lo que subyace detrás
de esta prisión ilusoria
donde el tiempo es de hojalata
y la patria permanece en reposo.

Ahonda en el silencio de los transeúntes,
sé cómplice de su rigidez estable,
la metamorfosis suave
de aquellos que viven al alba.

Hay una estatua que finge amar
con sus labios de cera candente,
fantasma autómata
en este hostil deseo.

Onírica maga,
dama de blanco lácteo,
atraviesa el límite de las horas
y llega jadeante al reencuentro.

La lejanía camina con pies de ceniza
hacia la simetría insoluble,
respuesta extraviada
el mar abierto.

«Observadora cósmica» Andrea Villalba.

Siempre, el imposible diferente;
el no saber cuándo ni cómo,
y lo que es más duro, el porqué.

Siempre errando sin culpa alguna
en lágrimas secas,
disimulados surcos arañando la rutina.

Siempre algo más;
ese detalle inacabado, inoportuno.
Siempre ese no es bastante,
cuánto falta, si no llega.

Y muerde el alma otro mordisco.
Muerde el cuerpo otra derrota.
Muerde, araña y grita en el vacío.

Porque nadie escucha,
es invisible tu dolor sentido,
es imposible continuar la lucha.

«Siempre, el imposible diferente» Isabel Eugenio.

Sentada con la puerta detrás de mí,
dejo que la brisa te reemplace.

Pero tú entrarás flotando sobre tus pies
cortados por la arena del fondo marino,
meciendo la luna envuelta en una gasa.

¡Toma!; caerá como un plomo en mis oídos.
Esto es lo que intenta borrar el sol.
Hoy, ha perdurado.
Yo misma lo he arrancado de las nubes.

Tenía el derecho de hacerlo.

El vaso deja un río en la mesa.
Me estremezco ante el esfuerzo
de ser pared, de sentir
el yeso desprendiéndoseme por el calor,
rezando para que la luna florezca
deformada en tus manos.

Las velas arden hasta muy entrada la noche,
Y lloran montañas sobre la mesa.

Soy cañón,
estoico en mi asiento, cada cardenal
en mi columna vertebral, un parterre de tierra
para las hierbas y el cúmulo de hormigas rojas.
Venenoso, escupo vertidos invernales.
Nunca me doy la vuelta.

Tu voz, ahogada por
los pájaros entre mis dedos,
cuyo aleteo y canto
repintan la luna,
debilitando la piedra.
Tu sombra de vinagre, contenida
en el portal que se va oscureciendo—

tus vaivenes arrastran tus palabras.

«Hablaríamos de cosas sin importancia» Alejandra Alvarez.

(Texto origina)

I sit with my back to the door,
let the breeze stand in for you.

But you’ll float in on feet
cut by seafloor sand,
cradling the moon clothed in gauze.

Here! will fall on my ears,
is what the sun tries to erase.
Today, it endured.
Plucked it from the clouds myself.

I had a right to.

The glass sweats a river into the table.
I quake with the effort of
being wall, of feeling
heat peel plaster off me,
praying for the moon to bloom
ugly in your hands.

Candles burn into the night, they
weep mountains onto the tabletop.

I am canyon,
stoic in my seat, each bruise
down my spine, a soil bed for
weeds and red-ant piles.
Venomous, I seethe winter runoff.
Never once do I turn around.

Your voice, drowned out by
birds between my fingers,
their wing flap and song
recolor the moon,
debilitate the rock.
Your vinegar shade, contained
in the darkening doorway—

departures have slurred you.

«We’d Make Small Talk» Alejandra Alvarez.

*Publicado en Marginalia: The Cornell Undergraduate Poetry Review.

Vivo en una concha cerrada,
donde los elementos no me son una amenaza.

Todos los días y las noches son iguales,
despejando la arena, grano a grano,
hasta que vuelven a ser nuevos otra vez.

Pinto:
pinceladas anchas por la pared,
entregándome a la poesía como tregua,

aunque el aburrimiento es el culpable.

Un agujero
en la pared—mi concha está fracturada

y brilla.

He de averiguar,
acercarme con cuidado a la causa.
Con el ojo contra la cuenca, miro
mientras la arena se expande
hacia el mar desde la bahía.

Podría cerrar esta pared—
empujar con el pulgar
sería suficiente.

Pero ¿por qué cerrar todo
lo nuevo tan rápido?
La tecnología encarnada,
desborda movimiento,
prometiendo tanto
cambio.

Sanguinolento,
apenas noto
los cuadros desteñidos en la pared,
marcados y blanqueados por el sol,
una poesía casi olvidada.

Mi mente vacía
permanece en la distancia,
esperando algo
nuevo.

«La concha» Mike Ascher.

(Texto original)

I live in a conch closed off—
the elements claim no threat to me.

The days and nights feel quite the same,
clearing out the sand, grain by grain,
until the grains are new again.

I make paintings,
broad strokes along the wall,
practicing poetry as my break,

though boredom is to blame.

A hole
in the wall—my shell is fractured

and bright.

I must investigate,
inch close to the source.
Eye to the socket, I stare
as sand expands
into an ocean at my bay.

I could close up the wall—
the push of my thumb
is all it would take.

But why close off everything
so novel and rapid?
Technology incarnate,
overflowing with motion,
promising so much
change.

Bloodshot, I
barely notice
faded paintings on the wall,
sun scarred and bleached,
poetry almost forgotten.

My hollow mind
stands at bay,
waiting for something
new.

«My Shell» Mike Ascher.

*Publicado en Marginalia: The Cornell Undergraduate Poetry Review.

La nieve llega a mis ventanas. Dentro, al lado de la chimenea,
el sillón permanece caliente, y yo me quedo compuesto de frío.

Es impensable que no volvamos a tocarnos más.

Mientras los murciélagos del granero bajan en picado, la devastación dobla sus alas
sobre mi pecho para envolver mi corazón súbito e impetuoso.

Es una ruina que no volvamos a tocarnos más.

Diez millas en la lejanía, la nieve cae sobre tu casa de tablillas.
Tú juegas con tus hijos en los prados congelados por la nieve.

«Ruinas» Donal Hall.

Snow rises as high as my windows. Inside by the fire
my chair is warm, and I remain compounded of cold.

It is unthinkable that we will not touch each other again.

As the barn’s bats swoop, vastation folds its wings
over my chest to enclose my rapid, impetuous heart.

It is ruinous that we will not touch each other again.

Ten miles away, snow falls on your clapboard house.
You play with your children in frozen meadows of snow.

«Ruins» Donal Hall.

“Ruins” from THE BACK CHAMBER: Poems by Donald Hall. Copyright (c) 2011 by Donald Hall. Translated and reprinted by permission of Houghton Mifflin Harcourt Publishing Company. All rights reserved.

Ella colocaba los ladrillos
en uve debajo de

el furor de la floración del jardín.
Tras su muerte, después de

las heladas de muchos inviernos,
sus ladrillos se levantan y se hunden

ondulantes al lado del pozo,
en verano suavizados por el musgo,

y en pleno junio veo
pretéritas, resucitadas amapolas

se alzan, ondean, se alzan, ondean, se alzan…

«Heladas y junios» Donal Hall.

(Texto original)

She laid bricks arranged
in Vs underneath

the garden’s rage of blossom.
After her death, after

the freezes of many winters,
her bricks rise and dip

undulant by the wellhead,
in summer softened by moss,

and in deep June I see
preterite, revenant poppies

fix, waver, fix, waver, fix…

«Freezes and Junes» Donal Hall.

“Freezes and Junes” from THE BACK CHAMBER: Poems by Donald Hall. Copyright (c) 2011 by Donald Hall. Translated and reprinted by permission of Houghton Mifflin Harcourt Publishing Company. All rights reserved.

Experimentación en exteriores - Adrián del Campo

Crítica de arte
“Experimentación en exteriores”
de la serie Bodegones.
Adrián del Campo

No hay experimentación alguna en el exterior que se nos presenta. No hay objeto ni hay bodegón. No hay fotografía. Hay pintura e idea. Hay una góndola entre épocas.
Adrián del Campo concibe el tiempo a modo de superposición vertical y va desnudando épocas sobre épocas en este horizonte dudoso: una puerta al siglo XVII holandés queda abierta donde, -pese a la falta de frutas, flores o aires de mercado-, la minuciosidad y voluptuosidad de la vista recuerdan a la frondosidad de los bodegones de Jan Davidsz de Hem. En la quietud se reafirma la impresión primera de irrealidad. No hay bodegón si no hay moscas y pétalos cayendo o frutas desparramándose. Abruma percibir tantos siglos merodeando un jarrón, que sin embargo, permanece tan quieto, agarrado a la tierra como un alfiler que no envejece.
La saturación lumínica, la irrealidad y algún que otro no sé qué también concluyen en un regusto kitsch. Pero hay algo que deslumbra y que va más allá de lo kitsch: la insistencia por cuidar la luz, la limpieza técnica al manipular la naturaleza más allá del retoque, haciendo de la suya una obra hiperestética.
Y hay tradición -pintura de bodegones, composición convencional- y contemporaneidad -fotografía, algo de arte concepto…- Todo es un rizo de épocas, estilos y soportes. Pero pese a sus intentos por establecer guiños históricos, ante todo pervive una actitud que trasciende épocas: maniera. Hay manera, amaneramiento, Manierismo y maniera. Queda en lo técnico, y queda en el desdoblamiento y retorcimiento de significados, signos, símbolos, diálogos y lenguajes.
Es más, ¡en esta era de la imagen los jóvenes hacen pintura! La pintura que ha aspirado a la reconstrucción fotográfica durante siglos. Y aquí, el autor revierte el curso del arte: ha fotografiado una pintura. Pero aquí no hay cosas. Aquí se nos presenta una experimentación pictórica de las imágenes que proyectan las cosas.
Tras estas afirmaciones podemos comenzar a ahondar en la problemática conceptual que ha entretejido el artista. Ha modificado el status de la imagen: no es un bodegón, es una representación estética de un concepto, o un concepto embellecido. ¡Qué le importa el jarrón o las flores que pueda contener! Lo suyo es el mundo de la idea. Ofreciéndonos esta realidad alternativa y de ensueño, tan sólo quiere presentar una burla al mal gusto que sobrevive en la actualidad. Ese gusto relamido y envejecido (kitsch) que sin embargo presenta su fotografía. ¿Y acaso ella se salva?
Tras destripar el disfraz fotográfico y percibir la idea subyacente de la obra, se nos vienen a la memoria los ready mades de Duchamp. Aquí se inaugura un nuevo ready made visual. Al artista no le interesan los objetos ni la manufactura de los mismos, sino el concepto que el objeto cotidiano arrastra tras de sí. Negando los gustos del pasado y el kitsch ya citado, también termina por negar el objeto que de forma intrínseca arrastra significados históricos. Lo desprovee de toda utilidad y uso al fotografiarlo, lo convierte en contenedor de ideas. Y va más allá: ya no interactuamos con el objeto duchampiano sino con una imagen digital del mismo.
Este fotógrafo -casi dadá sin saberlo-, se ríe del pasado usando los marcos del pasado. No obstante, a mí me parece que el bodegón también asoma una sonrisa. Se dice, ¿¡aquí quedan mis límites!? El artista temerario, jugando con el pasado, parece terminar adoptando su lenguaje. ¿Cabe la innovación en todo este juego de insultos que es la obra? Se nos presenta una fotografía del siglo XXI que da respuesta a lo ya existente. Seguimos empeñados en ofrecer respuestas-concepto en contra de aquellas manifestaciones artísticas y modas antiguas.
Pero qué digo, también hay avance y desbordante imaginación. No es habitual toparse con la fotografía de una pintura, de un escenario [¿de una performance?]; con un lienzo brotando en el campo que dice: dejo ver más de lo que cualquier hombre puede mirar. Y entonces el ojo se entorna, inquieto, sabiendo que queda algo entre las ruinas del bodegón y el paisaje…

David Roldán Eugenio.

Ensayo

Fragmento del libro
Filosofía del Arte y la comunicación.
Jacinto Choza Armenta
Thémata, 2015.*

La enorme primacía que tiene la moda en nuestra cultura, escribía Simmel, manifiesta un rasgo psicológico de la época, a saber, un interés más acusado en la aparición y extinción de los elementos clave de la cultura que en su permanencia, más en su tránsito que en su sustancia, es decir, un interés mayor en la crisis del socialismo, de la piedad religiosa, o de la razón científica, en su liquidación y en el advenimiento de sus nuevas formas, que en lo que cada uno de esos elementos de la cultura representa en sí y vale por sí. El interés por la caducidad de algo y por la novedad de lo siguiente, más que por la sustancia de eso que es reemplazado, la atención preferente al proceso de cambio más que a la cosa cambiada, es lo que permite hablar de la época como caracterizada por el actualismo del presente. «Por eso, una de las causas por las que la moda domina hoy tan intensamente la conciencia es también que las grandes convicciones, permanentes e incuestionables, pierden cada vez más fuerza».
En efecto, en una época en la que la conciencia del cambio es muy viva la moda tiene especial relevancia, como también lo tiene la información de lo que pasa, las noticias, las novedades. Lo que más importa es estar al día, que tiene que ver con tener unos conocimientos actuales, actualizados, con estar a la moda en materia de conocimiento, y eso produce un gozo y una satisfacción específica, un «sentimiento de intensificación del presente» y de valoración máxima de lo presente que se refleja bien en la expresión «anticuado» con la que a veces se descalifica un vestido, un modo de trabajar, una teoría o una apreciación política ¿Significa eso que se trata de una época muy superficial, o que vive tan solo en el presente, en lo fugaz, en lo transitorio? Significa, por lo pronto, una época en que los procesos temporales se han alterado en el sentido de que el tempo de la moda, el ritmo de auge y decadencia de los elementos superficiales, ha pasado también a ser el ritmo y el tempo de los elementos más sustantivos de la cultura, el de la ciencia y la ética, el de la religión y la política.
La cultura ilustrada y romántica tienden a asimilar lo que dura poco con lo aparente e insustancial y lo que dura mucho con lo real y verdadero, pero en la medida en que por la alteración de su tempo lo sustancial de una cultura se acompasa al ritmo de lo superficial de ella, puede decirse que la distancia y la articulación entre apariencia y realidad se ha modificado. A su vez, en la medida en que lo que aparece, lo que se percibe, es del reino de la estética, y en la medida en que los elementos sustantivos de la cultura resultan más transitorios y se consideran por eso más aparentes, puede decirse también que hay una alteración de las relaciones entre la estética, por una parte, y la ética y la ciencia, la religión y la política, por otra.
Recurriendo a la terminología de los trascendentales, cabe decir que una cultura articulada según los principios de la moda, es una cultura en la que la relación entre la belleza, el bien, la verdad, la realidad y la unidad se rige por la hegemonía de la belleza, lo cual contrasta con una cultura en la que la relación de sus elementos se rige por la hegemonía de la verdad, como han sido la cultura medieval y moderna, que se articulaban según los principios de la ciencia y de la religión. La sacralización de la apariencia y del presente lleva consigo una sacralización de la frivolidad, o bien una frivolización de lo sacro, de lo sustantivo, una «superficialización» o trivialización de lo profundo.
Pero, ¿es que la duración tiene tanta hegemonía y tanto poder como para determinar los valores de lo real e irreal, de lo verdadero y lo falso? ¿Es que el tiempo rige sobre el ser y el horizonte de toda comprensión posible, como sostiene la hermenéutica del siglo xx, desde Husserl y Heidegger hasta Gadamer y Ricoeur?
Si así fuera lo verdadero no sería tal por ser verdadero sino por durar mucho, y algo no sería real por otro título más que por el de su larga duración. ¿No puede suceder que la frivolidad y la superficialidad resulten desvalorizadas porque son términos acuñados en una cultura donde el valor de máxima cotización es la duración indefinida?, y ¿no podría suceder que al alterarse la cotización de los valores se alterasen también las valencias de lo superficial y lo profundo, lo efímero y lo duradero, lo aparente y lo real?
En la cultura moderna el factor hegemónico ha sido la ciencia, que se apreciaba como lo verdadero, lo intemporal, lo profundo, lo real y lo permanente. Estos eran los valores más altos, y por eso los de cotización más baja quedaron depreciados como sus contrarios, y se agruparon en torno a la belleza en el reino de lo aparente, superficial, falso, efímero, es decir, de todo aquello que constituye esencialmente a la moda. Pero al alterarse el sistema de las cotizaciones, es decir, al pasar de moda la ciencia misma, que es lo que ha ocurrido en la crisis de la modernidad, se ha alterado por completo el mismo marco de referencia y el sentido de los términos de valor. En la modernidad la ciencia valía más que el hombre, que podía y debía sacrificarse por la verdad y la ciencia. En el siglo xx el hombre vale más que la ciencia y la verdad, porque la verdad es transitoria, provisional.

*Filosofía del Arte y de la comunicación. Teoría del Interfaz. Thémata. Sevilla, 2015. Págs. 312-314.

Reseñas

La misma luz. Padilla Libros, 1996. José María Delgado.

Tuve la suerte de conocer a José Mª Delgado -él no se acordará de mí- hace alrededor de 9 años, cuando en el aula nos transmitía su amor por las lenguas romances -en concreto el castellano y el italiano-, así como lo sublime de los cabellos dorados de una Venus de Botticelli. Aunque en aquellos tiempos yo ya amaba el placer de la lectura, me llevó un poco más acercarme a la poesía, en definitiva: elaborar una visión del mundo que me llevase más allá de lo evidente. Más o menos desafortunado, finalmente ese hecho terminó por acontecer y cumplidos los dieciocho, por azares que no me atrevo a mencionar, encontré unos versos suyos que yo tomé con celebrada satisfacción. Éstos, concretamente, formaban parte de un ejemplar del cuaderno de poesía POEMAR nº5 del año 1987. Su lectura minuciosa me llevó a indagar la existencia de algún poemario que fuese de su absoluta autoría. Cuatro años más tarde me encontraba en la librería Padilla. El título del susodicho encabeza portada: La misma luz. Título sencillo y contundente, que en algún momento mereció escribirse, tenía algo de mundano y misterioso que incitaba a su apertura. Los textos que en él se encuentran no llevan título: están precedidos por su correspondiente número romano. Esto no tiene importancia alguna, pues el poemario guarda una consonancia y coherencia asombrosas: un recorrido vital por la experiencia del poeta, que enseguida nos seduce y nos atrapa en una tímida red de sincera musicalidad y espléndidas metáforas. Metáforas y símiles de terrenal trascendencia, consigue hacer de lo elemental y cotidiano lo más insólito y veraz, con un fuerte sabor a sur, claramente apreciable a lo largo de la obra.

Parece que otra vez comienza el revuelo.
Los días alargados como fuentes, los jóvenes
más jóvenes –aún más- al descubierto.
Como una palmera, cuanto miro es exacto y ajeno,
está escrito con la feliz caligrafía del presente.
Mientras, pienso en la muerte: la comprendo.

Este sabor sureño no resulta, sin embargo, en ningún momento excesivamente romántico o arquetípico, sino que por el contrario lleva una intensa firma personal, esto es, una redefinición de los elementos que consideramos propios del sur bajo una óptica más “pura” e intimista. Efectivamente, a medida que vamos avanzando en la lectura del poemario comenzamos a entrever a qué hace referencia el título del mismo. José Mª Delgado logra cautivarnos y atraparnos en “un tiempo circular” a la vez que va hilvanando con “su luz” las diversas experiencias que componen su obra, que si bien son diferentes en el tiempo, en realidad guardan entre sí una misma esencia, como si todo lo sucedido a partir de cierto momento no fuese más que una variación de una misma felicidad o tristeza: de un momento de luz. Esa luz habitual en su amada Sevilla, que lo mismo alumbra lo muerto que lo vivo; la certeza que la duda; la alegría que la pena. De este modo puede apreciarse un hermoso contraste en cada uno de sus poemas. La fragilidad del ser, la juventud, el paso del tiempo, la finitud, la soledad: cosas grandes y misteriosas, ligadas inexorablemente a la condición humana, que producen ansiedad y desconcierto, son aplacadas por la generosidad de un pueblo; por la frescura de un jardín en el verano; un pájaro; una voz.

Un arco de metal y transparencia
me atraviesa –fiel alma del sur-
y sabe al don más alto de la vida:
el favor de habitar entre nosotros.

Pura nostalgia del presente, como diría Jorge Luis Borges: la luz, siempre inmensa y constante, siempre presente -pues se sabe que todo presente comienza a ser pasado en el instante en que se piensa-, hacedora de la historia y de sus símbolos, insondable, atemporal.

Qué bello es entender un poema, pero cuánto más sentirlo y lograr “entenderse” en uno de ellos. Esto es lo que sucedió desde que abrí la primera página de La misma luz. Quizás porque hicimos el trayecto juntos, y yo llevaba ya algún tiempo viajando y jugando con los hilos de la tarde, pero ahora consigo verme en sus textos más nítidamente que nunca, como “exigiendo de ellos algún consuelo”. La crudeza de estar vivo tiñe cada uno de sus versos, pero también la fuerza y la valentía de asumir el mundo. Por eso escribo esto con tantísimo amor, porque a José Mª Delgado le debo tanto descubrimiento, tanta paz y tanta agonía. Sus versos son una prueba fehaciente de que un poema puede disfrutarse y sentirse sin por ello tener que renunciar a un análisis profundo de la realidad. En un mundo en que todo parece devenir cada vez más simple y superficial, yo hago un alegato a favor de la sencillez y la madurez poética. Una misma luz baña también hoy estas líneas que escribo, y nos recuerda que aquí en el sur herida y cura van en un mismo apuñalamiento. Por todo ello le debía yo esta reseña, que jamás estará a la altura de mi agradecimiento y de su poesía. Invito pues, al lector de turno, a recuperar esas pequeñas joyas que inmerecidamente van perdiéndose en la memoria, mientras que ahí afuera ganan la escritura fácil sin crítica ni consistencia. Pero no es necesario que dramaticemos. Por el contrario, baste añadir algo de esperanza a nuestra suerte, como escribe nuestro autor:

La misma luz implacable que fue decolorando
uno a uno los nombres con gris lluvia ceniza
revela hoy -clara tarde de pájaros-
lentamente otro nombre: sílaba a sílaba.

Narciso Raffo Navarro.

Quizá el fervor. Ediciones la Isla de Sistolá, 2015. Miguel Floriano.

Miguel Floriano (Oviedo, 1992) es poeta, de los que parecen marcados simétricamente por el signo de las vivencias y el peso de la impedimenta lectora. A veces, lo sensorial y la experiencia conjugan de forma maravillosa creando artistas de vocación viciosa, “y que jamás sería tan dulce de otro modo”, donde todo se mezcla. El principio y el sonido. El verso y la música. La destreza y la transformación. Su poemario, Quizá el fervor, perteneciente a la colección de Poesía TIERRA de Ediciones La Isla de Siltolá, en el que aparecen desde los clásicos sonetos hasta haikus de corte existencialista pasando, en su mayoría, por composiciones de forma libre, es prueba inapelable de ello.

“Oscuramente, con exactitud de vislumbre”, el poeta sabe enlazar los ecos de familiares voces hasta erigir poemas desconocidos que suenan, que suenan en el amplio sentido del verbo, porque muchos acaban adquiriendo ritmillo de canción lenta. Poco a poco, “al suave y melancólico compás/de los paisajes sucediéndose”, vamos siendo trasladados al campo de la íntima experiencia, tan íntima que nos acaba asaltando objetiva, porque “en la extraña verdad en que habitamos/ya no sé quién sois vos ni quién soy yo”.

Floriano ha escogido cada palabra de este poemario con actitud de francotirador, y siendo así, no es extraño tener la sensación (porque a eso acaba reduciendo la experiencia el Floriano que escribía este poemario: lo sensible) de asistir a una inmersión ejecutada con mimo y destreza. El ovetense, a pesar de su temprana edad, demuestra ya manejar como pocos las exigencias de la poesía cuando los versos van a rodar sobre el horizonte afectivo y homenajea con orgullo a otros poetas de su ciudad como Julio Rodríguez o Ángel González con el verso o “la mano, en su ofrenda o en su astucia”.
Por instinto y naturaleza, a veces emergen voces entusiastas y llenas de incipiente lírica. No forjadas solo por la intuición y el azar, también moldeadas con el método y la forma.

Qué más podría pedirte, a estas alturas
en que ya las palabras
rehúsan su miseria, en que las manos
se otorgan a la caricia, mansamente,

y después tu sombra en los caminos
de marcha y de regreso.

Qué más podría pedirte, ahora que ya
pasea por tu piel el delicado
fulgor del mediodía, igual que si rogase
cariño, igual que si no fueran
urgentes las promesas.

Qué más podría pedirte. Un misterioso
péndulo de luz ronda
ahora tus mejillas. Acércate,

acércate tan solo, quiebra el aire,
que mis labios descenderán del sol.

No hay duda de que Miguel Floriano, es una de ellas.

Antonio M. Vileya Pérez.