Fragmento del libro
Filosofía del Arte y la comunicación.
Jacinto Choza Armenta
Thémata, 2015.*
La enorme primacía que tiene la moda en nuestra cultura, escribía Simmel, manifiesta un rasgo psicológico de la época, a saber, un interés más acusado en la aparición y extinción de los elementos clave de la cultura que en su permanencia, más en su tránsito que en su sustancia, es decir, un interés mayor en la crisis del socialismo, de la piedad religiosa, o de la razón científica, en su liquidación y en el advenimiento de sus nuevas formas, que en lo que cada uno de esos elementos de la cultura representa en sí y vale por sí. El interés por la caducidad de algo y por la novedad de lo siguiente, más que por la sustancia de eso que es reemplazado, la atención preferente al proceso de cambio más que a la cosa cambiada, es lo que permite hablar de la época como caracterizada por el actualismo del presente. «Por eso, una de las causas por las que la moda domina hoy tan intensamente la conciencia es también que las grandes convicciones, permanentes e incuestionables, pierden cada vez más fuerza».
En efecto, en una época en la que la conciencia del cambio es muy viva la moda tiene especial relevancia, como también lo tiene la información de lo que pasa, las noticias, las novedades. Lo que más importa es estar al día, que tiene que ver con tener unos conocimientos actuales, actualizados, con estar a la moda en materia de conocimiento, y eso produce un gozo y una satisfacción específica, un «sentimiento de intensificación del presente» y de valoración máxima de lo presente que se refleja bien en la expresión «anticuado» con la que a veces se descalifica un vestido, un modo de trabajar, una teoría o una apreciación política ¿Significa eso que se trata de una época muy superficial, o que vive tan solo en el presente, en lo fugaz, en lo transitorio? Significa, por lo pronto, una época en que los procesos temporales se han alterado en el sentido de que el tempo de la moda, el ritmo de auge y decadencia de los elementos superficiales, ha pasado también a ser el ritmo y el tempo de los elementos más sustantivos de la cultura, el de la ciencia y la ética, el de la religión y la política.
La cultura ilustrada y romántica tienden a asimilar lo que dura poco con lo aparente e insustancial y lo que dura mucho con lo real y verdadero, pero en la medida en que por la alteración de su tempo lo sustancial de una cultura se acompasa al ritmo de lo superficial de ella, puede decirse que la distancia y la articulación entre apariencia y realidad se ha modificado. A su vez, en la medida en que lo que aparece, lo que se percibe, es del reino de la estética, y en la medida en que los elementos sustantivos de la cultura resultan más transitorios y se consideran por eso más aparentes, puede decirse también que hay una alteración de las relaciones entre la estética, por una parte, y la ética y la ciencia, la religión y la política, por otra.
Recurriendo a la terminología de los trascendentales, cabe decir que una cultura articulada según los principios de la moda, es una cultura en la que la relación entre la belleza, el bien, la verdad, la realidad y la unidad se rige por la hegemonía de la belleza, lo cual contrasta con una cultura en la que la relación de sus elementos se rige por la hegemonía de la verdad, como han sido la cultura medieval y moderna, que se articulaban según los principios de la ciencia y de la religión. La sacralización de la apariencia y del presente lleva consigo una sacralización de la frivolidad, o bien una frivolización de lo sacro, de lo sustantivo, una «superficialización» o trivialización de lo profundo.
Pero, ¿es que la duración tiene tanta hegemonía y tanto poder como para determinar los valores de lo real e irreal, de lo verdadero y lo falso? ¿Es que el tiempo rige sobre el ser y el horizonte de toda comprensión posible, como sostiene la hermenéutica del siglo xx, desde Husserl y Heidegger hasta Gadamer y Ricoeur?
Si así fuera lo verdadero no sería tal por ser verdadero sino por durar mucho, y algo no sería real por otro título más que por el de su larga duración. ¿No puede suceder que la frivolidad y la superficialidad resulten desvalorizadas porque son términos acuñados en una cultura donde el valor de máxima cotización es la duración indefinida?, y ¿no podría suceder que al alterarse la cotización de los valores se alterasen también las valencias de lo superficial y lo profundo, lo efímero y lo duradero, lo aparente y lo real?
En la cultura moderna el factor hegemónico ha sido la ciencia, que se apreciaba como lo verdadero, lo intemporal, lo profundo, lo real y lo permanente. Estos eran los valores más altos, y por eso los de cotización más baja quedaron depreciados como sus contrarios, y se agruparon en torno a la belleza en el reino de lo aparente, superficial, falso, efímero, es decir, de todo aquello que constituye esencialmente a la moda. Pero al alterarse el sistema de las cotizaciones, es decir, al pasar de moda la ciencia misma, que es lo que ha ocurrido en la crisis de la modernidad, se ha alterado por completo el mismo marco de referencia y el sentido de los términos de valor. En la modernidad la ciencia valía más que el hombre, que podía y debía sacrificarse por la verdad y la ciencia. En el siglo xx el hombre vale más que la ciencia y la verdad, porque la verdad es transitoria, provisional.
*Filosofía del Arte y de la comunicación. Teoría del Interfaz. Thémata. Sevilla, 2015. Págs. 312-314.