Crítica a la serie «Pintura de bolsillo» y «Márgenes» de Cristian Álvarez (2022) por David Caramazana Malia.
En las célebres Coplas a la muerte de su padre (1476), Jorge Manrique reflexiona desde el dolor de la pérdida de un ser querido acerca de las diversas caras que tiene el sino de todo ser humano: “los jaezes y cavallos de su gente y atavíos tan sobrados ¿dónde iremos a buscallos? ¿Qué fueron sino rocíos de los prados?”[1]. En esta estrofa XIX se expone con gran belleza y no sin un cierto punto de angustia la pervivencia de los objetos terrenales más allá de la existencia de las personas que los poseyeron. Muchos autores han seguido esta idea, entre ellos, Jorge Luis Borges:
“¡Cuántas cosas, láminas, umbrales, atlas, copas, clavos, nos sirven como tácitos esclavos, ciegas y extrañamente sigilosas! Durarán más allá de nuestro olvido; no sabrán nunca que nos hemos ido”[2].
Efectivamente, la materialidad de los objetos, inertes y a la vez poseedores de una longevidad envidiada por el ser humano, ha sido una idea fecunda en la historia de la literatura. Menos asiduos al desarrollo de este tema han sido los pintores. Precisamente por este motivo es tan gratificante estudiar la obra de Cristian Álvarez (2001). ¡Larga vida a los juguetes que poseímos!, parecen decir los dos primeros proyectos de Álvarez. Graduando en Bellas Artes en la Universidad de Sevilla, este gallego viene desarrollando un estilo pictórico figurativo basado en un cuidado dibujo, atrevidas y equilibradas composiciones y un asombroso manejo de la luz para crear espacios y formas que el espectador logra reconocer en el campo de lo sensible[3].
Si bien valoramos su labor como retratista, sus proyectos Pintura de bolsillo y Márgenes son los que han alimentado nuestra imaginación y motivan el presente texto. El primero explora la temática de representación de los juguetes en óleo sobre tabla y óleo sobre lienzo en formatos pequeño y mediano. El segundo proyecto ahonda en la misma idea, pero prestando mayor atención al paisaje donde la vida del juguete tiene lugar, incorporando la técnica del óleo sobre papel y acrílico sobre papel con formatos similares al anterior. De ambas series vamos a tratar especialmente Juanele en la ciudad (60×60), Édouard, Gran retrato Heroico (146×89), La morada espiritual (70×50), las composiciones denominadas Idilio I e Idilio II y el interesante tríptico Castillo Interior (240×100).
Como decimos, aunque no han sido los pintores y artistas plásticos tan proclives a esta temática como los poetas, existen ejemplos bien conocidos. Entre ellos podemos citar a Francisco de Goya, quien pintó minuciosamente un cochecito de juguete en Los duques de Osuna y sus hijos (1788, Museo del Prado) y trabajó las formas de un monigote en el conocido cartón El Pelele (1790, Museo del Prado). Bajo propósitos personales, Paul Klee creó a partir de 1922 marionetas y muñecos de trapo para su hijo Félix, figuras hoy reconocidas como obras de arte (The Paul Klee Museum, Bern, Suiza). Y no podemos olvidar a Jeff Koons y sus icónicas imágenes Balloon Dog (1994-2000).
Sin embargo, se le debe el honor a María Blanchard el haber sido la primera pintora que exploró plásticamente esta temática. Su obra Juguetes (1920, Galería Juana Mordó) presenta en el centro de la composición un caballito balancín sobre una mesa con otros objetos infantiles: un trompeta, un tambor, una caja y una pelota pequeña. El estilo de la pintura viene condicionado por la experimentación cubista, lo que revela vanguardia y un estrecho contacto con grandes artistas del movimiento, como Picasso o Juan Gris.
Salvando la distancia temporal y los objetivos de los artistas arriba mencionados, Álvarez ahonda en la relación entre la pintura y la literatura: el soporte es de papel, el formato de la primera serie imita al del libro, la arquitectura que pinta en su segunda serie está hecha de papel. Con todo, parece partir de dos propósitos con los que trabajar cada obra: la dotación de un halo de vida con la que «humanizar» los juguetes y la construcción de un escenario donde desarrollar sus historias. La humanización la consigue mediante la personificación de los rostros, forjando sonrisas cálidas y miradas entrañables, así como en los títulos de cada obra, que nos acercan a la intimidad de los nombres y el cariño de quien los puso; véase por ejemplo el amable rostro de Juanele en la ciudad. Por otra parte, la construcción del escenario la logra a través de un magistral juego de luces y sombras, por medio de la creación de profundidades proyectadas en perspectiva o a partir de unos espacios que se intuyen gracias a la distribución de los colores; buenas muestras de ello se observan en Édouard, Gran retrato Heroico y La morada espiritual.
¿No es lo heroico un tema especialmente literario? Tal vez exista un cierto carácter de epopeya en sus obras. Sin duda subyace una evocación mitológica infantil a la cual el ser humano puede sentirse identificado. Podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que su Édouard está representado a la manera del Pablo de Valladolid de Diego Velázquez o El niño del pífano de Édouard -¿hay ecos en el nombre?- Manet. Se juega con la personalidad y virtud del retratado con ambigüedad. Apreciamos una «majestuosidad contradictoria», pues son personajes que reflejan una condición que no le pertenece.
Todas estas intenciones y ejercicios expresivos llegan a su plenitud con las que para nosotros son sus mejores creaciones: Idilio I e Idilio II y el tríptico Castillo Interior. La decisión de incluir flexos en estas pinturas no solo permite al artista explotar el claroscuro, sino que también revela la imagen de una habitación juvenil, común en las casas occidentales. Idilio I es una composición sugerente, llena de símbolos que traen recuerdos de niñez a quien la observa: una cama individual, un mono y un burro de peluche, sábanas, almohadas. Todo ello resuelto desde distintos puntos de vista, uno cenital que proyecta la mirada del espectador hacia el fondo, espacio final donde se aprecia el somier que vertebra la composición, y otro enfoque que parece ser desde el suelo de la habitación, donde se asientan los juguetes, el colchón, las sábanas y el flexo. Según la reconstrucción intelectual que iniciemos en cada caso, el color cálido anaranjado que envuelve el conjunto transformará la sensación de profundidad de las formas.
Con Idilio II, la sensación de claroscuro llega a convertirse en una renovación del tenebrismo, la materialidad difuminada del peluche tumbado de espaldas transluce la luz del flexo y proyecta a su alrededor un rico cromatismo.
En el caso del tríptico Castillo Interior, el efecto se halla en la esfera de lo onírico. El fondo completamente negro nos transporta al anochecer de las habitaciones infantiles. Solo las luces proyectadas sobre los objetos distribuidos por el suelo, unos castillos de papel recortado y un burro de peluche tumbado boca abajo evocan el estado compartimentado de una habitación que nos resulta muy familiar. La elección de la paleta de colores es soberbia y los flexos se convierten en una excusa para ofrecer una sensación que podríamos denominar «calidez nocturna». A pesar de la aparición de tonos fríos y el negro telón de fondo, el conjunto transmite la impresión de «hogar», impresión que no se disipa si decidimos incluso apartar de nuestra mente la presencia del juguete infantil.
Más arriba comentamos la construcción cubista de Blanchard, en el caso de los trabajos que nos ocupan de Álvarez, la naturalidad de las composiciones de las figuras «inanimadas y animadas al mismo tiempo» genera otro efecto en sus obras, dejándose llevar por la heurística de cada escenario. De un lado, la elección de los peluches conlleva la aceptación de la blandura de sus tejidos, permitiendo el desarrollo conceptual de posiciones naturalistas que de otra manera serían imposibles de representar. Ese libre juego de rigidez y deformación verosímil permite al pintor construir con los juguetes escorzos atrevidos, contrappostos novedosos y claroscuros proyectados a través de sus bordes esponjosos. De otro lado, la proyección de los espacios desde distintas perspectivas no obedece a ninguna norma tridimensional preestablecida, ora ofrece fondos exteriores con nubes, ora espacios neutros.
Al igual que hacía Velázquez en los retratos de los hombres de placer del rey Felipe IV (a fin de cuentas «juguetes» de la alta sociedad), esta temática es para Álvarez una excusa para trabajar la perspectiva y las formas, proyectar texturas complejas como son los pliegues del papel y lo mullido de un muñeco infantil.
Por último, tampoco descuida el mensaje. Ahora bien, ¿cuál puede ser el mensaje? Para responder con propiedad, nos parece oportuno recordar a Oscar Wilde: “Cada día me resulta más y más difícil estar a la altura de mi porcelana china”. La célebre frase atribuida al poeta irlandés refleja la angustia que siente el ser humano por su deterioro físico frente a la belleza eterna de los objetos artísticos, los cuales perduran en su plenitud, impasibles ante nuestra naturaleza efímera[4]. En el trabajo de Cristian Álvarez se nos invita a reflexionar sobre el momento de abandono consciente de unos objetos muy especiales, concretamente en el transcurso de nuestra niñez a nuestra adolescencia: los juguetes y las construcciones fugaces que nos acompañaron en nuestro proceso de aprendizaje sobre el mundo y a socializar con los de nuestra especie[5]. Estos compañeros desaparecieron de nuestra vista, pero permanecieron en la esfera de lo real y en nuestro subconsciente[6].
[1] Manrique, Jorge: Coplas a la muerte de su padre (Ed. Vicente Beltrán, 2015). Madrid: Biblioteca clásica de la Real Academia Española, 1476.
[2] Borges, Jorge Luis: Antología poética 1923-1977. Bogotá: Oveja Negra, 1986, p. 85.
[3] Nos referimos naturalmente al mundo de lo sensible en la teoría filosófica clásica acuñada por Platón, es decir, la representación de la realidad material que puede reconocerse visualmente. Sobre su interpretación en el mundo del arte, véase: Niedermaier, Alejandra: “La distribución de lo inteligible y lo sensible hoy”, Cuadernos del Centro de Estudios en Diseño y Comunicación, n.º 43 (2013), pp. 33-51.
[4] En The Picture of Dorian Gray (1890) reflexiona precisamente sobre la idea de longevidad de los objetos frente a la fragilidad del ser humano.
[5] En esto mismo se fundamenta la teoría háptica, la cual postula el aprendizaje desde el sentido del tacto: Read, Herbert: Arte y Alineación. Buenos Aires: Proyección, 1976, p. 132.
[6] No en vano, el objeto más preciado del personaje ficticio multimillonario Charles Foster Kane fue su trineo Rosebud: Welles, Orson y Mankiewicz, Herman J.: Citizen Kane. Mercury Productions, 1941.
David Caramazana Malia.