No sin razón se me tiene por uno que pasado decenios -ciertamente no es una dedicación muy divertida- pintando sobre la pared la imagen del globo pelado rotanto en el espacio, es decir, previniendo contra la autoaniquilación de la humanidad, contra el “mundo sin hombres” (tal vez incluso sin vida).

Esta “idea fija” (como acertó Bloch, condenado a esperar permanentemente sin esperanza) me ha compañado a lo largo de más de la mitad de mi vita philosophica. Ahora bien, esta “preocupación” por el posible final, que se puso en marcha de repente, el día de Hiroshima, el 6 de agosto de 1945, ciertamernte no se podía traducir de imediato en “textos”, pero sí representa propiamente un viraje (por utilizar términos de Heidegger): un viraje de mi original tema principal, pues, antes de esa fecha de cesura, casi todas mis preocupaciones especulativas, polítcias, pedagógicas, literarias -me parece que apenas tiene sentido diferenciarlas- habían valido justo para lo contrario, es decir, para hombres sin mundo. ¿Qué quiero decir con esa fórmulo?
Varias cosas.

“Hombres sin mundo” eran y son quienes están obligados a vivir dentro de un mundo que no es el suyo; dentro de un mundo, que, a pesar de estar producido y manntenido en movimiento por ellos con su trabajo cotidiano, no está construido para ellos (Morgenstern), no está-ahí para ellos; dentro de un mundo, para el que ellos han sido pensados, utilizados y están ahí, pero cuyos estándares, aspiraciones, lenguaje y gusto no son los suyos, no les están permitidos.

Esta tesis es una ampliación de la tesis principal de Marx, según el cual el proletariado no es dueño de los medios de producción, con  cuya ayuda produce y mantiene en movimiento el mundo de la clase dominante. Ciertamente, mi tesis es más general que la de Marx (pero no la contradice), pues se refiere a algo ontológico, a decir verdad, a algo negativamente ontologico. Con esto quiero decir que lo que el proletariado no puede denominar como propio no se reduce a los medios de producción creados y utilizados por él; tampoco a los products of easy life, creados igualmente por él: esta definición de falta de libertad sería demasiado estrecha. Lo desicivo es más bien -y en eso consiste lo “negativamente ontológico”- que el mundo, que él mismo fabrica o, al menos, en cuya fabricación participa, no es su mundo, en éste no está en su casa (tan poco como lo está el albañil en la casa en cuya edificación ha participado). En otras palabras: dado que vive sólo para el mundo de otros, para un mundo en que otros han de sentirse en su casa, no se le puede aplicar propiamente la caracterización fundamental de Heidegger del ser humano: que éste sea, de suyo, ser-en-el-mundo; propiamente no vive en, sino sólo dentro del mundo: dentro del mundo de otros, es decir, de la “clase dominante”, por más suaves y blandas que resulten las “cadenas” que le mantienen encadenado a ese mundo de los otros, y le lleven a considerarlas como el “mundo”, incluso como su mundo, y ya no pueda imaginarse otro mundo y no esté dispuesto de ninguna manera a “perderlo” y hasta quiera defenderlo con uñas y dientes. Mediante su lucha por el puesto de trabajo, en la que el trabajador produce a menudo cosas sin sentido y catastróficas, y sobre el que afirma tener un derecho (incluso sagrado), demuestra cuán poco vive en su mundo y que, sin ser consciente de ello, es sin mundo.

La expresión “hombre sin mundo” se refiere, pues, a un hecho de clase. La afirmación de Heidegger (concebida como antropología = universalmente válida) de que el Dasein (el ser específico del hombre) es de suyo un ser-en-el-mundo, vale esclusivamente para el hombre que pertenece a la case dominante: sólo él puede identificarse con lo que le rodea hasta el punto de reconocerlo como su mundo (con ello, “mundo como existencial”) y puede darle la razón a Heidegger. Que sus estudiantes (el noventa por ciento de los cuales eran pobres estudiantes obreros) jamás le hicieran esta objeción es un hecho político sorprendente, que no corresponde tratar aqui. Dicho hegelianamente: el “ser del esclavo” no es un “ser-en-el-mundo”, precisamente porque no vive en su mundo, sino en y para el mundo de los “señores”. La pregunta “¿a quién pertenece el mundo?”, que supuestamente define nuestro Dasein, jamás la propuso Heidegger en su prolijo análisis del concepto de mundo, a pesar de su insistencia en la Sorge y de su propia experiencia de pobreza duante años. Y tampoco tuvo nunca la idea de que quizás uno sólo “es en el mundo”, sólo se pertenece al mundo, que le pertenece de manera compartida.

Fragmento del libro Hombres sin mundo. Escritos sobre arte y literatura Günther Anders.

Pre-textos. Valencia, 2007. Págs. 13-14.

Fragmento del libro
Claros del bosque.
María Zambrano
Cátedra, 2011.*

Antes de los tiempos conocidos, antes de que se alzaran las cordilleras de los tiempos históricos, hubo de extenderse un tiempo de plenitud que no daba lugar a la historia. Y si la vida no iba a dar a la historia, la palabra no iría tampoco a dar al lenguaje, a los ríos del lenguaje por fuerza ya diversos y aun divergentes. Antes de que el género humano comenzara su expansión sobre las tierras para luego ir en busca siempre de una tierra prometida, rememoración y reconstitución siempre precaria del lugar de plenitud perdido, las tierras buscadas, soñadas, reveladas como prometidas venían a ser engendradoras de historia, inicios de la cadena de una nueva historia. Antes. Antes, cuando las palabras no se proferían proyectadas desde la oquedad del que las lanza al espacio lleno o vacío de afuera; al exterior. Y así el que profería, el que ha seguido profiriendo sus palabras, las hace de una parte suyas, suyas y no de otros, suyas solamente, entendiendo o dando por entendido que quienes las reciben quedarán sometidos sin más. Ya que el exterior es el lugar de la gleba, de lo humano amorfo, materia dispuesta para ser conformada, configurada, y a la que se pide que siga así, gleba bajo la única voluntad de quien profiere las palabras materializadas también, ellas también materialización de un poder.
Antes de que tal uso de la palabra apareciera, de que ella misma, la palabra, fuese colonizada, habría sólo palabras sin lenguaje propiamente. Al ser humano le ha sido permitido, fatalmente, colonizarse a sí mismo; su ser y su haber. Y de haber sido esto el verdadero argumento de su vivir sobre la tierra, la palabra no le habría sido dada, confiada. El lenguaje no la necesita, como hoy bien se sabe de tantas maneras. Y así existirá la pluralidad de lenguajes dentro del mismo idioma, del lenguaje descendiente de la palabra primera con la que el hombre trataba en don de gracia y de verdad, la palabra verdadera sin opacidad y sin sombra, dada y recibida en el mismo instante, consumida sin desgaste; centella que se reencendía cada vez. Palabra, palabras no destinadas, como las palomas de después, al sacrificio de la comunicación, atravesando vacíos y dinteles, fronteras, palabras sin peso de comunicación alguna ni de notificación. Palabras de comunión.
Circularían estas palabras sin encontrar obstáculo, como al descuido. Y como todolo humano, aunque sea en la plenitud, ha de ser plural, no habría una sola palabra, habrían de ser varias, un enjambre de palabras que irán a reposarse juntas en la colmena del silencio, o en un nido solo, no lejos del silencio del hombre y a su alcance.
Y luego, ahora, estuvieron llegando y llegan todavía algunas de estas palabras del enjambre de la palabra inicial, nunca como eran, como son. Cada una, sin mengua de su ser, es también las demás, y ninguna es propiamente otra —no están separadas por la alteración—. y cada una es todas, toda la palabra. Y no pueden declinarse. Y lo que es completamente cierto es que no podrían nunca descender hasta el caso ablativo, porque en la plenitud, ni tan siquiera en la de este nuestro tiempo, no existen las circunstancias. Se borran las circunstancias en la más leve pálida presencia de la plenitud.
Aparecen con frecuencia las palabras de verdad por transparencia, una sola quizá bajo todo un hablar; se dibujan a veces en los vacíos de un texto —de donde la ilusión del uso del punto suspensivo y del no menos erróneo subrayado—. Y en los venturosos pasajes de la poesía y del pensamiento, aparecen inconfundiblemente entre las del uso, siendo igualmente usuales. Mas ellas saltan diáfanamente, promesa de un orden sin sintaxis, de una unidad sin síntesis, aboliendo todo el relacionar, rompiendo la concatenación a veces. Suspendidas, hacedoras de plenitud, aunque sea en un suspiro.
Mas se las conoce porque faltan sobre todo. Parecen que vayan a brotar del pasmo del inocente, del asombro; del amor y de sus aledaños, formas de amor ellas mismas. y es al amor al que siempre le faltan. Y por ello resaltan inconfundibles cuando en el amor se encuentra alguna; es única entonces, sola. Y por ello palabra de la soledad única del amor y de su gracia.
Si se las invoca llegan en enjambre, oscuras. y vale más dejarlas partir antes de que penetren en la garganta, y alguna en el pecho. Vale más quedarse sin palabra, como al inocente también le sucede cuando le acusan.
Cuando de pensamiento se trata, ellas, las palabras hacedoras de orden y de verdad, pueden estar ahí, casi a la vista, como un rebaño o hato de mansas ovejas, dóciles, mudas. Y hay que enmudecer entonces como ellas, respirando algo de su aliento, si lo han dejado al irse.
Y volver el pensamiento a aquellos lugares donde ellas, estas razones de verdad, entraron para quedarse en «orden y conexión» sin apenas decir palabra, borrando el usual decir, rescatando a la verdad de la muchedumbre de las razones.

*Claros del bosque de María Zambrano. Cátedra. Madrid, 2011. Págs. 193-195.

 

Fragmento del libro
Filosofía del Arte y la comunicación.
Jacinto Choza Armenta
Thémata, 2015.*

 

La enorme primacía que tiene la moda en nuestra cultura, escribía Simmel, manifiesta un rasgo psicológico de la época, a saber, un interés más acusado en la aparición y extinción de los elementos clave de la cultura que en su permanencia, más en su tránsito que en su sustancia, es decir, un interés mayor en la crisis del socialismo, de la piedad religiosa, o de la razón científica, en su liquidación y en el advenimiento de sus nuevas formas, que en lo que cada uno de esos elementos de la cultura representa en sí y vale por sí. El interés por la caducidad de algo y por la novedad de lo siguiente, más que por la sustancia de eso que es reemplazado, la atención preferente al proceso de cambio más que a la cosa cambiada, es lo que permite hablar de la época como caracterizada por el actualismo del presente. «Por eso, una de las causas por las que la moda domina hoy tan intensamente la conciencia es también que las grandes convicciones, permanentes e incuestionables, pierden cada vez más fuerza».
En efecto, en una época en la que la conciencia del cambio es muy viva la moda tiene especial relevancia, como también lo tiene la información de lo que pasa, las noticias, las novedades. Lo que más importa es estar al día, que tiene que ver con tener unos conocimientos actuales, actualizados, con estar a la moda en materia de conocimiento, y eso produce un gozo y una satisfacción específica, un «sentimiento de intensificación del presente» y de valoración máxima de lo presente que se refleja bien en la expresión «anticuado» con la que a veces se descalifica un vestido, un modo de trabajar, una teoría o una apreciación política ¿Significa eso que se trata de una época muy superficial, o que vive tan solo en el presente, en lo fugaz, en lo transitorio? Significa, por lo pronto, una época en que los procesos temporales se han alterado en el sentido de que el tempo de la moda, el ritmo de auge y decadencia de los elementos superficiales, ha pasado también a ser el ritmo y el tempo de los elementos más sustantivos de la cultura, el de la ciencia y la ética, el de la religión y la política.
La cultura ilustrada y romántica tienden a asimilar lo que dura poco con lo aparente e insustancial y lo que dura mucho con lo real y verdadero, pero en la medida en que por la alteración de su tempo lo sustancial de una cultura se acompasa al ritmo de lo superficial de ella, puede decirse que la distancia y la articulación entre apariencia y realidad se ha modificado. A su vez, en la medida en que lo que aparece, lo que se percibe, es del reino de la estética, y en la medida en que los elementos sustantivos de la cultura resultan más transitorios y se consideran por eso más aparentes, puede decirse también que hay una alteración de las relaciones entre la estética, por una parte, y la ética y la ciencia, la religión y la política, por otra.
Recurriendo a la terminología de los trascendentales, cabe decir que una cultura articulada según los principios de la moda, es una cultura en la que la relación entre la belleza, el bien, la verdad, la realidad y la unidad se rige por la hegemonía de la belleza, lo cual contrasta con una cultura en la que la relación de sus elementos se rige por la hegemonía de la verdad, como han sido la cultura medieval y moderna, que se articulaban según los principios de la ciencia y de la religión. La sacralización de la apariencia y del presente lleva consigo una sacralización de la frivolidad, o bien una frivolización de lo sacro, de lo sustantivo, una «superficialización» o trivialización de lo profundo.
Pero, ¿es que la duración tiene tanta hegemonía y tanto poder como para determinar los valores de lo real e irreal, de lo verdadero y lo falso? ¿Es que el tiempo rige sobre el ser y el horizonte de toda comprensión posible, como sostiene la hermenéutica del siglo xx, desde Husserl y Heidegger hasta Gadamer y Ricoeur?
Si así fuera lo verdadero no sería tal por ser verdadero sino por durar mucho, y algo no sería real por otro título más que por el de su larga duración. ¿No puede suceder que la frivolidad y la superficialidad resulten desvalorizadas porque son términos acuñados en una cultura donde el valor de máxima cotización es la duración indefinida?, y ¿no podría suceder que al alterarse la cotización de los valores se alterasen también las valencias de lo superficial y lo profundo, lo efímero y lo duradero, lo aparente y lo real?
En la cultura moderna el factor hegemónico ha sido la ciencia, que se apreciaba como lo verdadero, lo intemporal, lo profundo, lo real y lo permanente. Estos eran los valores más altos, y por eso los de cotización más baja quedaron depreciados como sus contrarios, y se agruparon en torno a la belleza en el reino de lo aparente, superficial, falso, efímero, es decir, de todo aquello que constituye esencialmente a la moda. Pero al alterarse el sistema de las cotizaciones, es decir, al pasar de moda la ciencia misma, que es lo que ha ocurrido en la crisis de la modernidad, se ha alterado por completo el mismo marco de referencia y el sentido de los términos de valor. En la modernidad la ciencia valía más que el hombre, que podía y debía sacrificarse por la verdad y la ciencia. En el siglo xx el hombre vale más que la ciencia y la verdad, porque la verdad es transitoria, provisional.

*Filosofía del Arte y de la comunicación. Teoría del Interfaz. Thémata. Sevilla, 2015. Págs. 312-314.