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«Un monólogo de Leopold Bloom» David Roldán

Nadie me dijo que huir de Ítaca fuera un viaje posible. Habían dejado las llaves puestas en el magnífico portón de la isla, la ciudad, la casa. Todo aparecía descuidado. Había ocurrido un saqueo. Recordé la tarde en la que nos asomamos al ojo del campanario y vimos lo que habíamos construido: una tierra embrionaria, sí, aunque un atrevimiento sobre el mar. Ahora nuestra ciudad era una orilla circular que ni se parecía a Dublín ni a la patria de Ulises. Pienso que Molly y Stephen han sido los que lo han dejado todo así, que el desastre no es cosa de Joyce, que me piensa, ni del temporal o los socialistas. Todos se han ido y ya no me quieren. Pensé en lo mal que me había sentado la comida, y así, el descubrimiento del desamor vino solo. ¿Soy Leopold Bloom sin ellos? ¿Fui, acaso, Leopold Bloom algún día? Se han ido a otras islas, lo sé, a otras ciudades, si existen. O se han ido, sencillamente, se han esfumado. Han desaparecido delante de mis ojos con la lentitud hermosa de una flor que se abre. Esto último me parecería más lícito, menos premeditado. Uno abandona para crecer. Abandona el hogar y la tierra familiar sin anunciar que lo hace porque es un ejercicio involuntario y sorprendente incluso para el traidor que se marcha. Entonces supe que eran y estaban. Sin saber bien dónde, entendí que aquello no importaba y que la isla ahora era mía. Así os cuento que me marché a casa tranquilo, a mi casa -que eran todas, aunque concretamente a la que estaba al final de la única calle en larga pendiente-.  Allí escribí sobre ellos, como hago ahora mismo.

«Un monólogo de Leopold Bloom» David Roldán

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